El árbol y el gato

El día de ayer la pasé viendo algunos episodios de animaciones rusas (¿alguien se acuerda de Cheburashka?) que la Señorita O había recomendado en su blog. Hay cosas verdaderamente chingonas y que te derriten el corazón, al mejor estilo ruso: melancólico, freaky, triste. Ayer lloré como loca después de ver El árbol y el gato, una historia que… no, mejor véanla.

Es una de esas historias que te quitan el piso, de chingazo. Y no te lo regresan.

La música

Llevo dos días escuchando Eclipse de memoria, el nuevo disco de una de mis bandas favoritas, La Barranca. Estoy emocionada, pensando qué decirles que no suene a super fan ñoña (que lo soy) pero que tampoco resulte insuficiente para describir la maravilla que es este disco. De momento les comparto un textito que me encontré en la sección Postales que escribe José Manuel Aguilera en la página oficial del grupo. Esto lo extraje del post “El baúl de los intentos“.

¿Qué es lo que nos atrae de la música? ¿qué sustancia es la qué buscamos en su sustancia? La música puede ser una manera de olvidarnos de la vida, o más concretamente, del tener que vivir, como diría Pessoa. En ese sentido no es diferente del sueño, del amor, de las drogas. Excepto que por disfrutar la música no pagamos un precio, y si tal ves lo hacemos en los otros casos. Es cierto, tal vez paguemos algo por poseer el medio en el que está guardada. O por acceder al sitio en el que se presenta. Pero ese precio no compra a la música en sí. Hay algo hermoso en ese sentido: la naturaleza inasible de la música hace que, en un mundo en el que todo se compra y se posee, no pueda ser comprada ni poseída. Tal vez sea eso lo que buscamos en ella, una manera de trastocar o revertir la dirección de la realidad.
Desde ese punto de vista, el escuchar música es en sí casi un acto de subversión. Subversión en el sentido que Octavio Paz le confería al amor: amar es combatir, decía. Escuchar música es una forma de desencajarse del engrane de la vida actual: un acto que, por si mismo, no produce ninguna transacción material ni contribuye al Producto Interno Bruto. Visto así, es un acto de rebeldía.
Por supuesto, hay una industria -¿o había?- que intenta sacar partido de ese gusto por escuchar la música. Toda esa enorme maquinaria de los discos, las tiendas, las descargas, los lanzamientos de las semana, el Top Ten o Las 40 Principales, los videos, el glamour, los managers, las estrellas, los descuentos, las promociones y demás ilusiones, convierte nuestro deseo por la música en una transacción económica, que gira en torno al dinero, que lo genera, que depende de él. Pero, curiosamente, esto en sí nada tiene que ver con la música. Y así como vastas fortunas e imperios se han armado en torno a la música, bien pueden desaparecer (quizá están desapareciendo ya) más no por ello dejará de existir la música. Una sustancia que, a fin de cuentas, no puede ser comprada ni poseída.
El placer que nos produce el disfrute de la música se encuentra libre de culpas también.

The great fire of London

The Great Fire of London: A Story with Interpolations and BifurcationsThe Great Fire of London: A Story with Interpolations and Bifurcations by Jacques Roubaud
My rating: 3 of 5 stars

No estoy muy segura sobre lo que debo decir de este libro. Por una parte, es fascinante cómo Roubaud lo construye al tiempo que explica cómo lo está construyendo. Sin embargo, va más allá del libro que se escribe sobre escribir un libro, o sobre la imposibilidad de escribir un libro. Es una novela (por llamarlo de algún modo) autobiográfica, múltiple, llena de salidas (bifurcaciones e interpolaciones) que pueden llevarte más adelante en el texto o más atrás, sin necesidad de que esto represente un avance o un retraso en la lectura. Este texto no se lee de manera lineal, sino a través de las constantes irrupciones que el autor indica a través de ciertas marcas textuales. Es varios libros a la vez, visualizados como un árbol de extensas ramas que se van abriendo en otras ramas de manera rizomática.
Por otro lado, la historia es (perdonen mi falta de elegancia) aburridísima. A riesgo de exhibirme como la peor lectora del mundo, debo confesar que me costó mucho trabajo avanzar en la lectura de este libro, lleno de anécdotas personales y cotidianeidad: me queda clarísimo cómo hacer mermelada, o cómo distinguir un buen croissant; a qué librerías ir cuando vaya a Londres o a París, la métrica de la poesía medieval francesa, lo malo que es el autor para hacer café, entre otras muchas narraciones por el estilo. No quiero decir que el texto sea banal, pues hay fragmentos hermosamente narrados, pero sí creo que el artilugio superó por mucho al contenido. Y si bien la estructura es dadora de significado, no considero que ésta sostenga por sí misma todo el libro.
Veo muchas reseñas con cuatro o cinco estrellas y me preocupo: no sé si estoy siendo demasiado ingenua y esta novela realmente es una maravilla, o estoy tan acostumbrada a leer libros “diferentes” de modo que el artilugio me sorprende pero no me ciega.

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Los ojos en el agua

Hace algunos años (muy poquitos, como 16, ja) cuando estaba en la secundaria, participé en una obra de teatro breve llamada “Los ojos en el agua”. No recordaba el autor, pero Google me dijo que es Eligio Coronado, regiomontano, y la escribió en algún punto a principio de los 80.
Es una obra muy triste, que trata sobre un pueblo al sur del estado que la está pasando mal durante la sequía. Recuerdo a un personaje, que era como el viejo sabio del pueblo, llamado Malaquías, a quien más bien recuerdan (creo que el personaje ya había fallecido al empezar la historia) y otro personaje importante, de quien no recuerdo el nombre, que era quien se animaba a cruzar el desierto y sus siete puertas para llegar a la ciudad y traer el agua al pueblo. Mi papel era el de la madre de este joven.
Por ahí debe andar el libreto rodando entre mis papeles, recuerdo que lo guardé porque me impactó y me gustó mucho la obra, con todo lo triste que era.
Hay ciertos momentos en los que recuerdo esta obra, sobre todo cuando hace calor y hay sequía, precisamente, y más ahora con las noticias que han estado circulando sobre el azotado sur de Nuevo León. Mientras comprábamos los garrafones de agua que donamos a una de las tantas iniciativas ciudadanas que llevaron víveres, pensaba en esta obra, la sequía, el sol, cómo el personaje muere porque no alcanza a cruzar la última puerta del desierto… me entristece, por supuesto, que haya este tipo de situaciones (que las hay en muchos lugares) pero más cuando están tan cerca y la ayuda no les llega… y luego pienso en la deforestación, los incendios, el sobrecalentamiento… es como una maraña de cosas en la que una lleva a la otra y no termina la cosa.
Total que al siguiente día despierto sintiendo un poco de frío. Escucho un ruido como de agua corriendo, pero pienso “no creo que esté lloviendo, a lo mejor alguien lava su banqueta”. El ruido es insistente. Me levanto y abro la cortina: todo está mojado, la calle, los coches, las ventanas escurren. El cielo está totalmente nublado, la neblina blanca cubre la parte alta de la sierra madre que veo desde la ventana. Despierto de golpe con la sorpresa de una lluvia pesada y pienso: hay esperanza.

Una vez escribí un poema

Una vez escribí un poema. Tenía 16 años. Recuerdo que estaba acostada en mi cama, apoyada sobre los codos, con una de mis libretas favoritas enfrente. Recuerdo que mi mamá entró al cuarto y me preguntó ¿qué haces? y me acarició la cabeza.
En esa época, y hasta los 20, “escribía poesía”. Por supuesto que yo no sabía nada de poesía, supongo que era más bien un asunto de adolescente azotada, pero el punto es que ese poema que escribí fue a dar a una antología poética. Que no era más que una publicación de esas de “tu poema será publicado, ahora compra muchas copias para que las regales o vendas entre tus amistades”. Pero lo padre es que ahí está, y durante mucho tiempo pensé que ese era el único poema bueno que había escrito.
Quizá no haya “poema bueno” entre todo lo que escribí.

Pero una vez escribí un poema y ahora, casi 16 años después, lo recuerdo con cariño.

Let’s dance

Siempre me ha gustado bailar. Desde que lo recuerdo, al menos, me ha encantado participar en bailables de la escuela, destrozar mis pies bailando en diversas fiestas y antros. Tarde descubrí que las clases de baile también son super divertidas y más aún cuando hay festivales, porque entonces la diversión incluye otro de mis gustos: los escenarios.
Desde que descubrí las danzas árabes y su música no me he despegado de ellas; aunque me encuentre en la categoría de “principiante perpetua” por no poder continuar mis estudios de manera formal, siempre que puedo voy a seminarios, festivales y presentaciones. Así he tenido la oportunidad de tomar clases de danzas árabe, tribal y tribal fusión con gente como Amir Thaleb, Yousef Constantino, Jill Parker, Ariellah, Kajira Djoumahna, Shahdana, Virginia, Sera Solstice, Dariya Mitskevitch y otros muchos talentos nacionales e internacionales (y un taller de derbake con Tobias Roberson, de hecho ahí tengo un par de cameos en el video, jiji).
Después, hace más o menos 4 años, empecé con las clases de tango argentino -maravilloso tango. Fue muy difícil, porque estaba acostumbrada a bailar en solitario, a mi tiempo, con mis decisiones. Y el tango es trabajo en equipo, es choque de fuerzas cuya unión debe resultar armónica y estética. Lamentablemente, por tanto trabajo no puedo asistir ahora a clase, pero siempre que puedo voy a las milongas y de hecho organizo una aquí en Monterrey, cada tres meses (aprox).
En diciembre empecé a ir a clases de flamenco y las estoy disfrutando muchísimo. No soy ninguna experta y sé muy poco, la verdad, pero me encanta. Me gusta escucharlo, reconozco algunos nombres de grandes cantaores y ritmos gracias a lo que Lix y otras personas me enseñan (intencionalmente y sin querer) y también a que para Romanistán he tenido que investigar dos que tres cosas.

Cada estilo de baile es muy distinto (aunque hay fusiones de bellydance con flamenco y con tango, y quizá el bellydance y el flamenco estén más cerca por ser danzas gitanas) pero hay un elemento muy importante que para mí tienen en común: la pasión. Sé que no hay baile sin pasión (y en general, nada que valga la pena carece de ella) pero hay una posibilidad de expresar el ser de una manera menos contenida y más visceral en estos tres bailes que en otros. También están cargados de elegancia y erotismo, de clase y de historia, pero al mismo tiempo son ritmos del pueblo y se bailan sin pudor en la calle, al calor de las palmas, el tintineo de monedas y de instrumentos desgarrados.

He intentado bailar otros ritmos (como la salsa o el hip hop) y descubrí que no se trata de ganas de bailar así nada más, sino que para disfrutar bailarlos, tienen que ser ritmos que te muevan (en más de un sentido), que te apasionen, cuya música te atrape. Descubrí que no podría bailar (así en serio, más allá de una fiesta) al ritmo de una música que no me conmueva hasta las lágrimas, que no me dé vértigo. Y eso es exactamente lo que me sucede con estos tres géneros: tanto me gustan que no podría irme de esta vida sin saber responder con el cuerpo a sus peticiones.