sin calles que cruzar

Es necesario navegar, como dijera alguna vez quien nunca fue al mar.
[“Hendrix”, La Barranca]
No puedo decir que he viajado mucho, pero tampoco puedo decir que no he viajado. Sobre todo, he hecho viajes hacia adentro (sin ayuda de ninguna sustancia externa a mi propio organismo) de los que no siempre salgo airosa. De hecho, son los viajes que peor han resultado, pero que a la larga, sirven de algo.
Para mí, viajar (físicamente) siempre representa ir al agujero negro. Esa oscuridad llena de incógnitas (obviamente), inseguridad, miedo, éxitos… en pocas palabras, ese espacio en el que todo puede ocurrir, pero al que temo como a ningún otro: la incertidumbre.
Me paso la vida haciendo mapas. Para llegar de un punto a otro de la ciudad, para entender los signos que me plantea la vida, para recordar direcciones, para tomar decisiones, para tomar la ruta más óptima de camión, para matar el tiempo. Pero para los viajes, no importa cuántos mapas lleve, no importa con cuánta antelación planee las rutas y los tiempos, no me siento segura. No estoy en mi espacio (si es que tal cosa existe), no tengo control (puff, cuestiono con más fuerza si es que existe tal cosa), pero no puedo negar el placer -sí, ese placer masoquista- de lanzarse (no hay otra palabra) a ese agujero negro sin que nada ni nadie importe.
Lanzarse a un laberinto de calles, nombres, rostros ajenos pero tan reconocibles, palabras que no están dichas en mi idioma. El viaje. Perderse. Encontrarse.
Tengo más miedo en este viaje que en ningún otro. Pero no miedo de accidentarme, ni de que me asalten, ni de perder el pasaportelavisaelboletodeavión. Tengo miedo de lo mío que pueda descubrir en calles ajenas, en estructuras lejanas, en voces nunca antes escuchadas. Voces nunca antes escuchadas.
Viajar, lo que más me da miedo de viajar, es adentrarse a cada paso en el laberíntico camino de uno mismo.

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