Y así nos podríamos pasar los días

Allá en los lejanos años 90 del siglo pasado, cuando estaba en secundaria (no sé, ¿segundo? ¿tercero?) compré dos discos. Bueno, un casete y un disco. En esos tiempos creo que mi hermana todavía creía en Santa Clos (¿o ya no?) pero mi hermano y yo, que ya éramos grandes, pedíamos lo que queríamos de regalo de Navidad. Ese año, no sé por qué, me dio la onda de comprar el Acústico desliz, de Fratta, y el Un mundo separado por el mismo Dios, de Nacho Cano. Yo creo que fue culpa de TeleHit. El caso es que me enamoré del disco de Fratta, el único que le he escuchado si soy sincera, y hoy que se me ocurrió escucharlo (creo que soñé con alguna canción de ese casete que escuchaba en el receso de la secundaria, en mi walkman) me sigue pareciendo un muy buen disco. Me encanta la participación de Rita Guerrero y Ely Guerra, incluso la de Julieta Venegas (aunque luego me cayera gorda). Qué gusto, qué lujo, ¿no? tener a Rita cantando un par de líneas de Luz de mar o diciendo que para volar no le hace falta nada (*suspiro*).
Si se sienten nostálgicos de los 90 (quién no, a estas alturas de la vida) corran a escuchar el de Fratta. Ninguna canción tiene desperdicio. Y si les da curiosidad el de Nacho Cano, también es muy buen disco, loquísimo. Seguramente recordarán El profesor de danza y su maravilloso video, en el que Cano luce muy muy guapo.

La música

Llevo dos días escuchando Eclipse de memoria, el nuevo disco de una de mis bandas favoritas, La Barranca. Estoy emocionada, pensando qué decirles que no suene a super fan ñoña (que lo soy) pero que tampoco resulte insuficiente para describir la maravilla que es este disco. De momento les comparto un textito que me encontré en la sección Postales que escribe José Manuel Aguilera en la página oficial del grupo. Esto lo extraje del post “El baúl de los intentos“.

¿Qué es lo que nos atrae de la música? ¿qué sustancia es la qué buscamos en su sustancia? La música puede ser una manera de olvidarnos de la vida, o más concretamente, del tener que vivir, como diría Pessoa. En ese sentido no es diferente del sueño, del amor, de las drogas. Excepto que por disfrutar la música no pagamos un precio, y si tal ves lo hacemos en los otros casos. Es cierto, tal vez paguemos algo por poseer el medio en el que está guardada. O por acceder al sitio en el que se presenta. Pero ese precio no compra a la música en sí. Hay algo hermoso en ese sentido: la naturaleza inasible de la música hace que, en un mundo en el que todo se compra y se posee, no pueda ser comprada ni poseída. Tal vez sea eso lo que buscamos en ella, una manera de trastocar o revertir la dirección de la realidad.
Desde ese punto de vista, el escuchar música es en sí casi un acto de subversión. Subversión en el sentido que Octavio Paz le confería al amor: amar es combatir, decía. Escuchar música es una forma de desencajarse del engrane de la vida actual: un acto que, por si mismo, no produce ninguna transacción material ni contribuye al Producto Interno Bruto. Visto así, es un acto de rebeldía.
Por supuesto, hay una industria -¿o había?- que intenta sacar partido de ese gusto por escuchar la música. Toda esa enorme maquinaria de los discos, las tiendas, las descargas, los lanzamientos de las semana, el Top Ten o Las 40 Principales, los videos, el glamour, los managers, las estrellas, los descuentos, las promociones y demás ilusiones, convierte nuestro deseo por la música en una transacción económica, que gira en torno al dinero, que lo genera, que depende de él. Pero, curiosamente, esto en sí nada tiene que ver con la música. Y así como vastas fortunas e imperios se han armado en torno a la música, bien pueden desaparecer (quizá están desapareciendo ya) más no por ello dejará de existir la música. Una sustancia que, a fin de cuentas, no puede ser comprada ni poseída.
El placer que nos produce el disfrute de la música se encuentra libre de culpas también.

Let’s dance

Siempre me ha gustado bailar. Desde que lo recuerdo, al menos, me ha encantado participar en bailables de la escuela, destrozar mis pies bailando en diversas fiestas y antros. Tarde descubrí que las clases de baile también son super divertidas y más aún cuando hay festivales, porque entonces la diversión incluye otro de mis gustos: los escenarios.
Desde que descubrí las danzas árabes y su música no me he despegado de ellas; aunque me encuentre en la categoría de “principiante perpetua” por no poder continuar mis estudios de manera formal, siempre que puedo voy a seminarios, festivales y presentaciones. Así he tenido la oportunidad de tomar clases de danzas árabe, tribal y tribal fusión con gente como Amir Thaleb, Yousef Constantino, Jill Parker, Ariellah, Kajira Djoumahna, Shahdana, Virginia, Sera Solstice, Dariya Mitskevitch y otros muchos talentos nacionales e internacionales (y un taller de derbake con Tobias Roberson, de hecho ahí tengo un par de cameos en el video, jiji).
Después, hace más o menos 4 años, empecé con las clases de tango argentino -maravilloso tango. Fue muy difícil, porque estaba acostumbrada a bailar en solitario, a mi tiempo, con mis decisiones. Y el tango es trabajo en equipo, es choque de fuerzas cuya unión debe resultar armónica y estética. Lamentablemente, por tanto trabajo no puedo asistir ahora a clase, pero siempre que puedo voy a las milongas y de hecho organizo una aquí en Monterrey, cada tres meses (aprox).
En diciembre empecé a ir a clases de flamenco y las estoy disfrutando muchísimo. No soy ninguna experta y sé muy poco, la verdad, pero me encanta. Me gusta escucharlo, reconozco algunos nombres de grandes cantaores y ritmos gracias a lo que Lix y otras personas me enseñan (intencionalmente y sin querer) y también a que para Romanistán he tenido que investigar dos que tres cosas.

Cada estilo de baile es muy distinto (aunque hay fusiones de bellydance con flamenco y con tango, y quizá el bellydance y el flamenco estén más cerca por ser danzas gitanas) pero hay un elemento muy importante que para mí tienen en común: la pasión. Sé que no hay baile sin pasión (y en general, nada que valga la pena carece de ella) pero hay una posibilidad de expresar el ser de una manera menos contenida y más visceral en estos tres bailes que en otros. También están cargados de elegancia y erotismo, de clase y de historia, pero al mismo tiempo son ritmos del pueblo y se bailan sin pudor en la calle, al calor de las palmas, el tintineo de monedas y de instrumentos desgarrados.

He intentado bailar otros ritmos (como la salsa o el hip hop) y descubrí que no se trata de ganas de bailar así nada más, sino que para disfrutar bailarlos, tienen que ser ritmos que te muevan (en más de un sentido), que te apasionen, cuya música te atrape. Descubrí que no podría bailar (así en serio, más allá de una fiesta) al ritmo de una música que no me conmueva hasta las lágrimas, que no me dé vértigo. Y eso es exactamente lo que me sucede con estos tres géneros: tanto me gustan que no podría irme de esta vida sin saber responder con el cuerpo a sus peticiones.

Soundtrack de la vida


Creo que mi primer cassette, lo he dicho ya en incontables ocasiones, fue uno de Flans (precisamente llamado Flans) comprado en un supermercado en Saltillo y reproducido hasta el cansancio en mi grabadora rosa (y posteriormente en otras grabadoras). Durante la primaria no dejé de escuchar a Caló, a Thalía y a Alejandro Sanz -todos en cassettes, con el walkman colgado en la cintura. Tengo un recuerdo particular del disco de Sanz Viviendo deprisa, que esuché insistentemente en 6to año de primaria y es fecha que reconozco, conozco y me sé de memoria.
Y así con muchos otros artistas. Recuerdo mi primer semestre de prepa, por ejemplo, con Razorblade Suitcase de Bush, que fue quizá uno de mis primeros cd’s (junto con algunos de Caifanes comprados en Gigante, aunado a algunos cassettes robados en el mismo super).

El asunto era este: cada que comprabas un cassette o un cd nuevo había que disfrutarlo: abrías el papelito, sacabas el librito (qué triste aquellos discos y cassettes que no traían nada de info extra, ni letras) y escuchabas todo el disco leyendo las letras, cantándotelas, aprendiéndolas. Y como era difícil, dada la tecnología de la época, cargar muchos cassettes o muchos discos, terminabas dándole vueltas y vueltas al mismo, de modo que te lo aprendías de memoria. Todavía hoy soy capaz de cantar enteros los primeros dos discos de Bush, todos los de Caifanes, bueno, toda la música que escuché así, con cuidado.

Ya en la licenciatura me hice de un discman que reproducía discos con mp3, lo cual era genial porque ¡podías traer varios discos en uno sólo! aún así procuraba darle su debido espacio a cada artista, grabando discos de un sólo artista o dos. Así es como pasé mi viaje a Roma escuchando a Bunbury.
Tuve mi primer ipod hasta que cumplí 25 (y lo perdería poco después en un avión a París, pero eso es otra historia) y entonces fue que ya tenía muy claro que la forma de escuchar música era otra.

Actualmente mi last.fm dice que he escuchado 2,347 artistas en mi computadora, algo que hubiera sido imposible hace 10 años y no sólo por una cuestión de tiempo sino de tecnología. Hoy descargo varios discos de golpe, les doy una escuchada, y sólo si se trata de algo absolutamente maravilloso captan mi atención. Y no es necesariamente aquella atención (casi adoración) del que escucha un mismo disco por semanas, aunque si no traigo más discos en el coche puede que suceda. En mi época de pinchadiscos tenía que, forzosamente, estar al pendiente de las nuevas producciones (aunque terminaba pinchando lo más clasiquito) y ahora que tengo Romanistán, cada semana tengo que producir un programa con al menos 10 canciones que sean muy buenas y no haya tocado antes, aunque en ocasiones repito algunas joyitas.

El asunto es que la mayor parte de mis músicos favoritos son aquellos que descubrí antes de que escuchar música fuera un deporte extremo. La manera en cómo escuchamos música ahora me permite abarcar un espectro más amplio de géneros, artistas, tiempos. Sin embargo aumenta la angustia: antes sólo podía escuchar aquello a lo que tenía acceso, y no era mucho. Ahora no me da el tiempo ni la vida para escuchar todo lo que quisiera; lo mismo que me ocurre con la lectura y otras tantas cosas.

Yo quiero volver a mis cassettes y al tiempo en el que un mix tape tenía 5 canciones de cada lado, y no cientos de mp3 en un dvd. No cabe duda de que el mundo me genera ahora un vértigo agobiante.