un día: 27 de febrero de 2006

Llevaba pocas horas en Roma. Justo ese día que llegué, hubo huelga de transporte público, por lo que sólo pude llegar del aeropuerto a Termini. Ahí llamé a Lisa, me dio la dirección de su trabajo y tomé un taxi, no sin antes hacer una fila bastante larga. El día anterior, todavía en Monterrey, había tenido que ir al médico por una de esas faringitis de campeonato que me dan cada cierto tiempo. Hacía muchísimo frío y llovía. Ya traía puesto el abrigo que saqué de la maleta estando en el baño del aeropuerto: qué locura que unas horas de diferencia cambiaran radicalmente mi vestuario.
Llegué a su lugar de trabajo, dejé mi maleta y tuve que salir rápido, pues estaba ocupada. Eran las 10 de la mañana, yo estaba en quién sabe qué calle, muriendo de frío, de sueño, de sed, anhelando una ducha, una siesta y maquillaje. Compré una botella de agua, me tomé mis medicinas y con el paraguas de Lisa, empecé a caminar sin rumbo.

Recuerdo vagamente que ese día pasé por la Piazza Navona, la Piazza Trinità dei Monti (donde están las escaleras en las que todo mundo se sienta nomás porque sí, que van a dar a la Piazza di Spagna), caminé por todas las calles, todo así como medio en sueños. Luego comí con Lisa (ella comió una pasta con mariscos, ew) y fuimos a la Fontana di Trevi, donde por supuesto, lancé mi moneda.
Para cuando llegué al Altare della Patria, yo sentía que el viento me traspasaba los huesos. El paraguas se volteó en varias ocasiones, pensé que se iba a romper. Hacía un frío de ese que corta, pensé que me iba a quedar tirada ahí en las escaleras. Me sentía como vagabunda, mal abrigada, enferma, cansada. Mis botines eran de gamuza, obviamente estaban empapados y mis pies encharcados, los pantalones absorbieron el agua hasta arriba de la rodilla. En el Colosseo renté una audioguía, de la cual no recuerdo haber entendido nada.
Salí del Colosseo y pensé: no puedo más. Todavía tenía que esperar a que Lisa saliera del trabajo, para poder ir a su casa y por fin cambiarme de ropa y descansar. Ya estaba todo muy oscuro. Caminé otra vez sin rumbo, y pasé por un lugar que se veía calientito. Entré y pedí una taza de chocolate caliente. Me senté. Sin que la chica se diera cuenta, me quité los zapatos y exprimí los calcetines debajo de la mesa. Exprimí también las botas. Me quedé descalza un rato, sintiendo el calorcito del piso en mis pies.
Sentí como si el rumbo de mi historia hubiera cambiado por completo: ahí, en la paz de ese lugar desierto y caliente, me sorbí mi primer día en Roma, dando pequeños traguitos, calientes y dulces. Por la ventana veía los cochecitos, las vespas, la gente super abrigada y con sus paraguas. El cielo ya estaba casi negro, las nubes se perdían con el fondo. Recuperé fuerzas, me puse mis calcetas y zapatos empapados, y me dirigí a la oficina de Lisa. En el camino de vuelta, pasé frente a los Musei Capitolini. Todavía guardo el ticket de esa taza de chocolate.

Roma

3 Replies to “un día: 27 de febrero de 2006”

  1. bueno la añoranza de la comodidad de nuestro propio espacio se hace mas grande estando tan lejos, pero asi tambien pudiste estar cerca de esos iconos del arte y la arquitectura de todos los tiempos, disfrutalo y seca esos calcetines, espero no te enfermes.

    Saludos

  2. Lo que no sabes es que en realidad los exprimió en su taza, por eso se ve tan rico el chocolate…..pa que amarre.

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