And the devil in black dress watches over

La conocí por casualidad en la estación de tren, cuando ambas íbamos rumbo a la universidad. Se acercó a preguntarme si yo era “siniestra”, con ese español italianado que me encanta. Hablamos durante todo el trayecto y salimos juntas esa noche. En ese entonces ella tenía el cabello rubio.
A partir de ahí, las noches de los viernes y los sábados eran completamente nuestras. A veces también entre semana, en ocasiones las tardes o las mañanas. Nos convertimos en refugios mutuos, extranjeras en un lugar que nos fascinaba. Lo curioso es que todo lo que ocurría en torno a nosotros era siempre más bien superficial, pero no por eso dejaba de ser importante.
La despedida no fue tan difícil como imaginábamos. Me acompañó al aeropuerto, cargó mi maleta, y nos despedimos en el punto en el que ella ya no podía seguir adelante. Creo que no hubo lágrimas.
El problema es que el correo tarda demasiado, y la distancia entre carta y carta cada vez era más grande. Yo pensé que todo había valido madre hasta que ella decidió visitar México. Aunque le falló la puntería, y en vez de esta ciudad eligió Playa del Carmen (a lo cual no puse objeción alguna), así que nos volvimos a ver. Un par de años después, una graaan diferencia entre las dos. Lo mismo la pasamos muy bien, pero me di cuenta de que habíamos crecido en direcciones completamente opuestas. Ella seguía con su tema favorito (hombres, qué otro va a ser) y yo pensando más bien en relajarme del trabajo y la ciudad. Al final yo regresé, no sin antes intoxicarme con la comida del avión y ella y su amiga se quedaron internadas en el hospital dos días más, debido a las cantidades industriales de alcohol que había ingerido en esos días. La marcha no es la misma de este lado del Atlántico.
Un año y medio después, aproximadamente, me tocó a mi ir a visitarla a ella. Roma es una ciudad hermosa, que te obliga a abrir mucho los ojos, a impresionarte a cada paso. Me tocó pasar con ella el martes de carnaval, la noche antes del miércoles de ceniza. Compramos máscaras iguales, bolsas de confeti y nos lanzamos a las calles a fiestear. Terminamos en la noche gay de cierto antro de 3 pisos que hay allá, bailando con un tipo vestido de novia, comprando una copa a un lado de un hombre que tiene las piernas más hermosas que jamás le he visto a una mujer. Ese día me siguieron dos Paolo, uno de los cuales dijo que yo era espectacolare. Es una de las cosas chidas de los italianos, que son extremadamente coquetos. ¿Te sientes deprimida? Da una vuelta a la plaza. Eso bastará para que al menos 5 personas del sexo opuesto te hagan comentarios halagadores.
El punto es que otra vez la pasamos bien, caminando las calles, comiendo en la tavola calda, recordando, siempre recordando. Hasta pudimos volver a Madrid y pisar por segunda vez sus calles. A mi me entristeció, pero a ella le deprimió profundamente que nada fuera lo mismo. La caminata por la Gran Vía, un sábado a las 3 de la mañana, con ella llorando y cayéndose de borracha. Es curioso que yo siempre haya tenido la necesidad de cuidarla, como se cuida a una niña, como le curas los raspones y le dices que no se vuelva a subir al resbaladero, pero en menos de cinco minutos ya está haciéndolo de nuevo.
Últimamente hemos hablado mucho por messenger. Me cuenta cómo -otra vez, incontable vez- terminó con otro chico. Me pregunto si su corazón estará permanentemente roto. Recuerdo que me contó cómo su madre lloró durante todo su embarazo. Es como si ella se hubiera alimentado de tristeza.
Nos queremos de una manera extraña. Compartimos algún tiempo, espacio, amigos. Quizá algo de intereses musicales. Pero somos personas radicalmente distintas, ella ve las cosas de una manera tan diferente a como las veo yo. Y mientras no entremos en esos terrenos todo está bien. Lo curioso es que nos aferramos a no perder la comunicación.

“Temple of Love” de los Sisters of Mercy fue la primera canción que bailamos juntas. Y la que, mucho tiempo después, nos sigue recordando que somos amigas.

Me pregunto si a veces nos hace sentir menos solas el hecho de que alguien, en otra parte lejana del planeta, está ahí para apoyarte, aunque sea con ocho horas de diferencia.

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