Y así nos podríamos pasar los días

Allá en los lejanos años 90 del siglo pasado, cuando estaba en secundaria (no sé, ¿segundo? ¿tercero?) compré dos discos. Bueno, un casete y un disco. En esos tiempos creo que mi hermana todavía creía en Santa Clos (¿o ya no?) pero mi hermano y yo, que ya éramos grandes, pedíamos lo que queríamos de regalo de Navidad. Ese año, no sé por qué, me dio la onda de comprar el Acústico desliz, de Fratta, y el Un mundo separado por el mismo Dios, de Nacho Cano. Yo creo que fue culpa de TeleHit. El caso es que me enamoré del disco de Fratta, el único que le he escuchado si soy sincera, y hoy que se me ocurrió escucharlo (creo que soñé con alguna canción de ese casete que escuchaba en el receso de la secundaria, en mi walkman) me sigue pareciendo un muy buen disco. Me encanta la participación de Rita Guerrero y Ely Guerra, incluso la de Julieta Venegas (aunque luego me cayera gorda). Qué gusto, qué lujo, ¿no? tener a Rita cantando un par de líneas de Luz de mar o diciendo que para volar no le hace falta nada (*suspiro*).
Si se sienten nostálgicos de los 90 (quién no, a estas alturas de la vida) corran a escuchar el de Fratta. Ninguna canción tiene desperdicio. Y si les da curiosidad el de Nacho Cano, también es muy buen disco, loquísimo. Seguramente recordarán El profesor de danza y su maravilloso video, en el que Cano luce muy muy guapo.

Comiendo sola

Odio comer sola. Cuando tengo que comer sola, prefiero hacerme tonta un buen rato hasta que el hambre sea tan insoportable que no me quede otro remedio que comer. A veces no llego a este punto y sencillamente no como, o me como cualquier cosa azucarada para engañar al estómago y evadir el trámite (ya sé que está mal, no lo hagan).
Hoy me esperé hasta que el hambre fue mucha y hasta entonces salí a cazar mi comida. Me acordé de cuando me toca comer y ando de viaje: cuando viajo sola suele ser un problema, porque se entiende que todos los días desayunaré, comeré y cenaré sola. Así que bueno, tengo que valerme de artimañas para no sentirme tan sola en esos momentos.
Mientras me comía mi torta (frente a la computadora), me acordé de la primera vez que viajé sola a Estambul. Era un día cualquiera, quizá cerca de media noche, y tenía un hambre feroz. Como me estaba hospedando cerca de Taksim, que es una parte de la ciudad que casi no duerme, decidí ir a buscar algo qué comer. Encontré un carrito de kebabs en la acera, rodeado de hombres que cenaban. Elegir en qué idioma pedir las cosas es otro tema, porque pocas personas hablan inglés y yo me sé tres palabras en turco. Así que ahí champurreando las palabras nos entendimos el señor de los kebabs y yo.
Decidí quedarme a cenar ahí mientras medio hablábamos, así no la pasaba tan sola mientras comía mi kebab. Cuando me preguntó de dónde era y le contesté que de México, se quedó pensando un rato, como tratando de acordarse de un nombre… luego de un minuto hizo una expresión de acordarse y dijo “¡Eduardo Capetillo!”. Morí de la risa.
A veces, comer sola tiene sus encantos.

Bir fincan kahvenin…

Bir fincan kahvenin 40 yil hatiri vardir
(Una taza de café la recordarás durante 40 años)
Proverbio turco

Hay otro proverbio turco que no puedo encontrar, que dice algo así como que nunca olvidarás tu primera taza de café turco. Ciertamente yo no la olvidaré y les puedo presumir por qué: ocurrió hace relativamente poco, en mayo de 2009, en la ciudad de Estambul. Casualmente en esa época hay un festival de no recuerdo bien qué, pero cubren los camellones y parques de la ciudad con la flor de Turquía: los tulipanes. Miles y miles de tulipanes brillantes, asomándose en las jardineras y los parques, enmarcado la vejez de los edificios. La ciudad brillaba de colores. En cierto momento me encontré caminando frente a Hagia Sophia y me detuve en un café con vista a la Mezquita Azul. Acababa de iniciar mis clases de turco, pero con lo poquito que sabía pude pedir mi café az şekerli (es decir, con poca azúcar). Un derviche empezó a girar en el escenario al ritmo de la música. La tarde caía. Entonces bebí mi primera taza de café.

Recuerdo varias otras tazas. Una, por ejemplo, en casa de la vecina de Gamze, quien nos invitó a tomar el café a las tres (Gamze, su mamá y yo) y ellas platicaban felizmente en turco mientras yo bebía de una hermosa taza y admiraba la minuciosidad con la que estaba servida la mesita de la sala: dulces, galletas y aperitivos, todo servido en platos divinos y en porciones pequeñas y hermosas. Las mujeres chismeaban, supongo. Yo miraba y bebía.
En otra ocasión, Can y Ceren nos invitaron a tomar un café en un pequeño lugar de Taksim; Ceren dijo que era de los mejores lugares para tomar café. Había unas pequeñas mesas con pequeñas sillas (no es metáfora), por lo que estábamos sentados los cuatro casi al nivel del suelo, al aire libre. Los meseros preparaban el café en unos fogones dispuestos en la banqueta. Preparar el café es un ejercicio de paciencia, el preciado líquido no debe hervir sino más bien calentarse a fuego muy lento para que espese. Pobre del que descuide la estufa mientras lo prepara, es un caos limpiar el polvo finísimo del molido turco (me ha pasado).

Desde entonces es un vicio adquirido. Siempre que hay visita en casa me gusta ofrecer un café turco (hay una variante del proverbio que dice que quien te invita un café turco tiene 40 años de mérito). Me gusta ver esas pequeñas tazas llenas de diseños típicos, esos pequeños vasos con agua fresca que se sirven para aclararse la garganta antes de tomar el café y dos cuadritos de lokum a un lado de la taza, sobre el platito. Disfruto la minuciosidad de la preparación, vigilar cada segundo del cezve puesto al fuego, servir con cuidado para que la “crema” del café cubra la superficie de la taza servida. Me llena de orgullo cuando me dicen que qué rico café, que cómo lo hice.
Y entonces les explico. Lo que no les confieso a mis visitantes es que ese café va rebosante de recuerdos: lleva los minaretes de Hagia Sophia, de Sultanahmet y de Eminönü, lleva los arcos de Yerebatan Sarayi, los tulipanes de las calles, el tram de Istiklal, el té negro que bebí al atardecer en Kadiköy, el harem de Topkapi, un paseo sobre el Bósforo, los colores del Gran Bazar, los olores del Mizir Carsisi, los pescadores en el puerto y hasta una imagen de esa señora que bailaba tímidamente y sola en un concierto de Tarkan. Y contiene otros ingredientes por el estilo, tantos que no puedo enlistarlos en este espacio.
No sé si mi café logre impregnar la memoria de mis amistades de un viaje que quizá no han hecho, pero espero que al menos por unos minutos se sientan en un lugar que no es el aquí.

Manual de mecanografía al tacto

máquina
Cuando estaba en tercero de secundaria, había una materia que se llamaba (o le decíamos) “Tecnológicas”. En ella aprendíamos taquigrafía y mecanografía, tanto hombres como mujeres. Teníamos exámenes y hacíamos tareas. De taquigrafía no me acuerdo mucho, solo que el palito largo era la m (algo así: ___ ) y la bolita era la a, si era más pequeña era la e, y si tenía un punto era la i. Si hago un esfuerzo me acuerdo de un poco más, pero la verdad es un aprendizaje que nunca utilicé para nada.
Luego teníamos la clase de mecanografía. Nuesto libro de texto se llamaba “Manual de mecanografía al tacto” y nos ponía a hacer ejercicios del tipo qwert con izquierda y yuiop con derecha, o sea, asignar dedos a las teclas o teclas a los dedos para memorizar el teclado y así poder escribir rapidísimo. Planas y planas y planas. Luego mi papá me compró una máquina de escribir bien chida, con letra cursiva, que terminó perdida y ahora me lamento por ello (muchísimo). Confieso que ya al final del año, algunos ejercicios los hice en Word (apenas empezaba a hacer mis pininos en la computadora recién adquirida) y los imprimía tramposamente después de haber aplicado el copy-paste.
La sala de máquinas estaba en el tercer piso de la secu, al que casi nadie subía. Eran no sé cuántas mesas con su respectiva máquina: no todas funcionaban, no todas tenían cinta. Había que llevar la cinta y el korex (las hojitas esas blancas para corregir) porque si usabas el Liquid Paper se tardaba horrores en secar y luego era un batidero si tecleabas antes de que secara. Las teclas eran durisisisisísimas, antes de afinar la puntería se me iban los dedos entre ellas y las micas de plástico me raspaban los costados o se me rompían las uñas, que solía usar largas.
Recuerdo que era una clase divertida, el tacatacataca de las máquinas era constante y un poco ensordecedor. A veces tecleábamos cualquier cosa, o las letras de las canciones que nos gustaban, nomás, para conservarlas. Me gustaba el ruido de mis uñas contra las teclas, pero además había que apachurrar fuerte las letras si no no se pintaban en el papel. A veces tecleaba tan rápido que dos letras se “enredaban” frente a la hoja y había que destrabarlas, nunca se salía con las manos limpias de esa clase.
A causa de este aprendizaje siempre he golpeado durísimo el teclado, supongo que por este entrenamiento con máquinas de escribir viejas y duras. Cuando entré a la prepa y cambié a la computadora, la gente se admiraba de lo rápido que podía escribir sin mirar al teclado, usando los diez dedos de las manos (aunque ahora casi no uso el meñique izquierdo pero sí el derecho). También se admiraba del ruidazo que hacía, entre que seguía usando las uñas largas y me gustaba pegarle al teclado, aunque no hiciera falta, supongo que sí era mucho escándalo para algo tan equis como escribir en la compu. Mi papá también me decía que me iba “a echar” el teclado, lo que en nuestro slang significa que lo iba a descomponer o romper o algo así. Afortunadamente todos los teclados de mis computadoras (las que he usado a lo largo de mi vida) han resistido bien mis viejas costumbres.

Todavía me gusta pegarle al teclado, castigarlo. Extrañamente le quita un poco el aburrimiento a mi trabajo, como que me mantiene despierta y siento que mientras más fuerte le pego, más rápido escribo. Hoy me acordé de todo esto porque estoy transcribiendo citas de libros a Word, y es una maravilla poder escribirlas de jalón, rapidísimo y sin quitarle los ojos de encima al libro. Sé que ahorita ya no es un talento especial, que todo mundo escribe rápido, pero la verdad es que usar todos los dedos definitivamente da más velocidad y sobre todo más precisión a la hora de teclear (“tipear” como decía mi maestra de meca).

Pienso en esto y me parece tan curioso que en la secundaria me enseñaran estas cosas. Quién iba a imaginar que me resultaría tan útil.

Los ojos en el agua

Hace algunos años (muy poquitos, como 16, ja) cuando estaba en la secundaria, participé en una obra de teatro breve llamada “Los ojos en el agua”. No recordaba el autor, pero Google me dijo que es Eligio Coronado, regiomontano, y la escribió en algún punto a principio de los 80.
Es una obra muy triste, que trata sobre un pueblo al sur del estado que la está pasando mal durante la sequía. Recuerdo a un personaje, que era como el viejo sabio del pueblo, llamado Malaquías, a quien más bien recuerdan (creo que el personaje ya había fallecido al empezar la historia) y otro personaje importante, de quien no recuerdo el nombre, que era quien se animaba a cruzar el desierto y sus siete puertas para llegar a la ciudad y traer el agua al pueblo. Mi papel era el de la madre de este joven.
Por ahí debe andar el libreto rodando entre mis papeles, recuerdo que lo guardé porque me impactó y me gustó mucho la obra, con todo lo triste que era.
Hay ciertos momentos en los que recuerdo esta obra, sobre todo cuando hace calor y hay sequía, precisamente, y más ahora con las noticias que han estado circulando sobre el azotado sur de Nuevo León. Mientras comprábamos los garrafones de agua que donamos a una de las tantas iniciativas ciudadanas que llevaron víveres, pensaba en esta obra, la sequía, el sol, cómo el personaje muere porque no alcanza a cruzar la última puerta del desierto… me entristece, por supuesto, que haya este tipo de situaciones (que las hay en muchos lugares) pero más cuando están tan cerca y la ayuda no les llega… y luego pienso en la deforestación, los incendios, el sobrecalentamiento… es como una maraña de cosas en la que una lleva a la otra y no termina la cosa.
Total que al siguiente día despierto sintiendo un poco de frío. Escucho un ruido como de agua corriendo, pero pienso “no creo que esté lloviendo, a lo mejor alguien lava su banqueta”. El ruido es insistente. Me levanto y abro la cortina: todo está mojado, la calle, los coches, las ventanas escurren. El cielo está totalmente nublado, la neblina blanca cubre la parte alta de la sierra madre que veo desde la ventana. Despierto de golpe con la sorpresa de una lluvia pesada y pienso: hay esperanza.

Una vez escribí un poema

Una vez escribí un poema. Tenía 16 años. Recuerdo que estaba acostada en mi cama, apoyada sobre los codos, con una de mis libretas favoritas enfrente. Recuerdo que mi mamá entró al cuarto y me preguntó ¿qué haces? y me acarició la cabeza.
En esa época, y hasta los 20, “escribía poesía”. Por supuesto que yo no sabía nada de poesía, supongo que era más bien un asunto de adolescente azotada, pero el punto es que ese poema que escribí fue a dar a una antología poética. Que no era más que una publicación de esas de “tu poema será publicado, ahora compra muchas copias para que las regales o vendas entre tus amistades”. Pero lo padre es que ahí está, y durante mucho tiempo pensé que ese era el único poema bueno que había escrito.
Quizá no haya “poema bueno” entre todo lo que escribí.

Pero una vez escribí un poema y ahora, casi 16 años después, lo recuerdo con cariño.