El gran pez sólo sabe comer

Yo casi no como pescado. Además de que no me gusta, desarrollé desde niña un particular desagrado por las espinas del pescado, tanto que en mi adolescencia juré solemnemente no comer más pescado fresco: sólo aceptaría pescado empanizado del de cajita, el de las hamburguesas de mcdonalds o cualquier otro remedo sintético elaborado explícitamente sin espinas. Por supuesto, ni hablar del pescado que todavía tuviera ojos, aletas, piel, o cualquier otra cosa que me remitiera visualmente a su forma original de pez. El departamento de pescadería del supermercado era, por supuesto, todo un show de horror.
Hasta que un buen día, la mamá de mi amiga Gamze me sirvió un pescado, completito, horneado con sal.
El año pasado me quedé una breve temporada en casa de mi amiga en Estambul, y su mamá amablemente nos hacía desayunar, en ocasiones de comer, y de cenar. Cocinaba muy rico la señora, lo que sea de cada quién, pero esto sí que no me lo esperaba -tonta de mí, estando en una ciudad con puerto y con una gran tradición de los pescados y mariscos. Recuerdo que era un pescado especial de la zona, valorado por su sabor y consistencia (¿por qué otra cosa?), ese día mi amiga me dijo en su tierno español “mi mamá hoy cocinará pez”. Si algo me prometí en el viaje -y cada que voy a Estambul- es no dejar de comer nada, menos por algún arraigado y añejo prejuicio. Así que me senté a la mesa, y entonces, el pescado. A un lado, una canasta con mucho pan (rico, crujiente y suave pan). Yo no tenía uta idea de cómo comérmelo, claro, era la primera vez que me encontraba frente a una situación así. De modo que empecé a observar cómo los otros comensales abordaban “el problema”, que para ellos lejos de ser un problema era toda una delicia. Ví entonces que el pescado estaba cortado a lo largo, así que se podía “abrir”. Lo abrí como todos lo hicieron, y con dificultad y un tenedor empecé a tratar de sacar la carne pero las espinas me estaban haciendo el trabajo difícil. Claramente no tenía ni el talento ni la práctica para comerlo evadiendo las espinas, y lo que ocurrió es que todos terminaron de comer menos yo, que tenía como el 50% del alimento todavía enredado en el pescado, mientras los demás ya se chupaban los dedos y tenían una pequeña montañita de espinas a un lado, por no decir que todo el huesito completo -cómo diablos le hicieron, me pregunto. De esas tantas veces en que uno se siente además de tonto, inútil.
Lo peor del caso es que el pescado estaba verdaderamente bueno, no tengo una sola queja sobre eso. Simplemente, es que no sabía cómo comerlo, y me dio tanta tanta tristeza estarme perdiendo de algo o sentirme como una niña de 5 años que no sabe cómo abordar su plato de comida.
Llegó la hora de ponerse de pie, agradecer la cena, y que la madre de mi amiga preguntara que si no me había gustado el pescado, por la cantidad de alimento que todavía estaba en el plato. Mi amiga tradujo, y yo en mi más apenado español le dije que no tenía hambre. Así es, eso le dije… no sé qué mecanismo operó en mi azotado cerebrito, que preferí mentir antes de aceptar mi inutilidad. Recuerdo vagamente haberle explicado después a Gamze que sencillamente era la primera vez que comía pescado así, algo que no pudo creerme, ella que vive en un puerto donde comer ese tipo de platillos era tan común como respirar o nadar -otro talento del que carezco, hecho que también causó su asombro-. Le expliqué de la braveza de nuestras montañas, la resequedad de nuestro desierto, el ritual de la carne asada y la influencia de la comida gringa.
Pero nada, nada me limpió de la conciencia ese vergonzoso momento en el que dije “no tengo hambre” en lugar de decir “perdón, es que no sé comer pescado”.

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