El sonido de un bandoneón alzó en el aire nuestro beso.
Los dedos ansiosos brincaban entre compases de piel, creando la melodía que nos encontraba amagados por el deseo. Era una noche como cualquier otra, pero ni tú ni yo éramos los de siempre; en el aire había pequeñísimas partículas eléctricas que nos llenaban con fervor. Conquisté con mis labios la curva perfecta de tu espalda, iluminada por la escala de un piano invisible, y tus manos crearon una milonga que danzaba por mi piel. La música dio el tono preciso de nuestros sueños, el color exacto del que estamos hechos. Mis manos encontraron en tus notas la calidez perfecta; en mi boca, tu sabor me recordaba un paisaje sonoro que hacía mucho tiempo no me visitaba. Tus dedos se debatían en mi cuerpo, leyendo poco a poco la partitura que comprende mi existencia, esa que puedes contener fácilmente en el hueco que hay entre tus brazos.
La noche nos convirtió en marea, en tempestad, en polifonía placentera que nos hizo olvidar por un momento el dolor que llevamos marcado en el alma.