El demonio de la escritura

La casa no es grande pero la simpleza en su decoración la hace lucir muy amplia. Paredes de color gris claro, pequeños detalles en rojo. Es como un sólo rectángulo (ubicado donde normalmente se encuentra la casa de Ximena) que conecta todo: al centro la sala comedor, al fondo las habitaciones. Justo al final de este rectángulo está mi habitación. Es otro rectángulo pero de paredes rojas, al fondo se encuentra un gran escritorio y una computadora con dos monitores demasiado grandes. Del lado derecho de la habitación hay una cama con pie y cabecera de metal; no está alineada a la pared sino que está ahí como aventada, las sábanas sin acomodar. No hay ventanas.
Todo empezó con un mensaje en la computadora, mientras hacía cualquier cosa. De la nada se abrió el block de notas y algo dentro de la computadora me escribió un mensaje inofensivo: “PONTE A ESCRIBIR”. Lo cerré y atribuí mi locura temporal al cansancio, a algún troyano, qué se yo. Las cosas no mejoraron porque seguían apareciendo los mensajes uno tras otro, bloqueando la vista de mis otras ventanas: ESCRIBE. ESCRIBE. ESCRIBE. Yo seguía ocultando las ventanas, cerrándolas una tras otra. ¿Quién podría ser el autor de una broma tan tonta? Me puse de pie y me alejé de la computadora. Desde la puerta de mi cuarto miré hacia la computadora: los dos monitores brillaban en blanco, me lastimaban la vista. Parecían dos grandes ojos surcándome desde el fondo de mi habitación. Cerré la puerta, o creo que lo hice, porque sentí como si una corriente de viento jalara la puerta para impedir que el cerrojo hiciera click. No le hice caso.
Fui a la cocina. Otra luz blanca muy brillante provenía desde adentro del refrigerador, se colaba por las orillas de las puertas del electrodoméstico, como si el aparato contuviera dentro de sí un gran foco. Traté de no mirarlo, salí de la cocina y me senté frente a la televisión. La encendí con el control remoto y la pantalla me regresó sólo estática. Cambié de canal una y otra vez pero no encontraba otra cosa que no fuera la misma estática. Miré a mi alrededor y por primera vez me dí cuenta de que no había nadie en casa. Empecé a asustarme, a sentir como si alguien me acosara dentro de mi propia casa a través del cable de la luz.
Regresé a mi computadora que otra vez lucía normal y empecé a tratar de conectarme con personas reales allá afuera. Entré a twitter, a facebook, quise dejar mensajes, preguntas, ¿a alguien le ha pasado esto alguna vez? Pero otra vez algo dentro de la computadora no me dejaba. Los mensajes seguían apareciendo: ESCRIBE. ESCRIBE. TIENES QUE ESCRIBIR. Entendí de golpe que a lo que se refería era a Escribir, con mayúscula, es decir, algo de mi ronco pecho. Cuentos, novelas, poemas, qué sé yo. La angustia se incrementaba, porque yo no sabía escribir esas cosas. Le grité a la computadora que me dejara en paz, que yo no sabía escribir, que quería volver a la normalidad. El “algo” dentro de la computadora fue impasible: ESCRIBE. O TE MATO.
Mi corazón empezó a latir más fuerte. Mis latidos se reprodujeron en las luces de las casa: todas latían-parpadeaban aceleradas, las paredes exudaban mi respiración caliente. Me llevé las manos a la cabeza, esto no podía estar pasando. Salí corriendo del cuarto y tomé el teléfono, marqué el número de una amiga y en cuanto me contestó, una grito muy agudo hizo de pared entre su voz y la mía. A pesar del grito dentro del teléfono que no me dejaba escucharla, yo decía “¿bueno? ¿bueno?” y mi amiga intentaba alcanzarme pero su voz no llegaba. El grito me lastimaba los oídos, no hacía pausas, no cambiaba de intensidad. Aventé el teléfono y me llevé las manos a la cabeza cuando descubrí que el grito estaba dentro de mi, de mi cabeza. Taparse los oídos era inútil, el sonido continuaba taladrándome la cordura. Me tiré en el piso y me quedé no sé cuánto tiempo en posición fetal, cubriéndome los oídos.
Luego de un rato abrí los ojos y en lugar del grito quedaba un zumbido muy bajo. Vi a mi mamá sentada en el sillón viendo la estática en la TV. Me acerqué desesperadamente para decirle lo que estaba pasando, pero su mirada perdida en el fondo de ese hormigueo gris me hizo darme cuenta de que su mente estaba muy lejos. Le hablé, traté de hacer que me mirara, todo sin éxito.
Regresé a la computadora. Me miró como siempre, desde el escritorio, casi como si todo hubiera vuelto a la normalidad. Pero apenas me senté frente a ella los mensajes volvieron a aparecer: ESCRIBE SOBRE LA CASA. LLÉNALA DE PALABRAS. Grité que no entendía, ya histérica, casi en llanto. TOMA UNA PLUMA Y ESCRIBE SOBRE LA CASA. DONDE SEA. LO QUE SEA. PRONTO. O ATENTE A LAS CONSECUENCIAS. Tomé un sharpie de mi lapicera y corrí a escribir sobre el refrigerador. En el camino pensé una frase muy buena sobre la locura, pero en cuanto puse la punta del marcador sobre la superficie fría y plástica, la tinta se secó y no pude escribir palabra. Agité el marcador, volvió la tinta. Empecé a escribir al fin pero no reconocía mi letra ni lo que escribía. Lo taché. Empecé a escribir de nuevo pero ahora salía demasiada tinta y las palabras eran como grandes manchas escurridas. Empecé a escribir de nuevo. Las letras cambiaban de lugar en cuanto yo las dibujaba y no me permitían formar aunque sea una palabra. Me descubrí llorando de la desesperación: sentía que la vida se me iba en ello, que si no lograba escribir aunque sea una frase ese algo iba a terminar conmigo. Por fin pude terminar la frase, que olvidé en cuanto le puse el punto final. Pensé que ya me había salvado, respiré tranquila por primera vez. Fui a la computadora y me recibió otro mensaje: ESCRIBE. TODAVÍA NO TERMINAS. Grité. Supe que ese algo, ese demonio me perseguiría por siempre, amenazándome, volviéndome loca de a poco. Corrí a la sala a buscar a mi familia y encontré a mi mamá acompañada por mis hermanos, todos en ese lejano lugar que se encontraba al fondo de la pantalla gris de la TV. Corrí a la puerta de la casa pero estaba fuertemente cerrada. Entonces el horror aumentó cuando me di cuenta de que la voz se encontraba ya dentro de mi cabeza: ¡ESCRIBE!, me gritó. Era una voz terrible, un sonido sibilante que se arrastraba sobre agua estancada. Le contesté que no sabía qué escribir, que me dejara en paz. Sentí toda su maldad dentro de la casa, se respiraba, se percibía en los objetos y personas posesionadas que me compadecían desde su estaticidad.
Entonces pensé en suicidarme.
Y ese pensamiento desencadenó una ola de ruidos dentro de mi cabeza que no me dejaban poner una idea al lado de la otra, mientras corría a la cocina para buscar cuchillos pero la puerta se azotaba en mi nariz para no dejarme entrar, luego corría hacia los objetos y estos salían volando antes de que pudiera tomarlos, luego corría contra las paredes pero parecía que un colchón invisible las protegía de mi cabeza, luego corría hacia las puertas pero se abrían antes de que pudiera golpearme con ellas. Una carcajada resonaba en todo mi ser, llenándome los poros de angustia, de terror, de descontrol. Mi corazón desbocado estaba por salírseme del pecho. No había centímetro de mi cuerpo que no sintiera el horror de sentirse controlada, manipulada, amenazada por un poder demoníaco que se carcajeaba de mi angustia y tenía el descaro de gritarme sus risotadas dentro de mi cabeza para que rebotaran por todo mi cuerpo.
Vencida, me tiré en la cama del que era mi cuarto.
Muy quedo, muy por debajo de los gritos y carcajadas demoniacas, escuché “despierta”.
Repetí la palabra: “despierta”. Cada vez un poco más fuerte, despierta, despierta. Abracé mis rodillas y pensé en sus brazos, en los brazos de él que me dan calma, mientras el “despierta” cada vez era un poco más fuerte, un poco más. Los latidos de mi corazón eran tan fuertes y rápidos, me empezó a faltar el aire, no me puedo despertar. Haz ruido para que tu marido te escuche teniendo una pesadilla y te despierte. No puedo. El corazón late rapidísimo. Siento que no puedo respirar. Despierta. En mi cabeza los gritos y otro más: DESPIERTA.

Abrí los ojos.
Abrí muy bien los ojos, no quería ni parpadear, por miedo a que una pequeña distracción pudiera lanzarme de nuevo al sueño.
Estaba acostada sobre mi lado derecho (igual que al final del sueño), mirando hacia la ventana. Sobre la cortina negra se reflejaba una luz roja, como si afuera del cuarto estuviera el mismo fuego del infierno. También tenía calor. No entendía esa luz roja, de dónde venía.
Eran las 3 am.
Desperté al Piantao: amor, tuve una pesadilla. Y en cuanto empecé a contarla, lloré. Mientras lloraba pensaba “mañana me voy a sentir como una tonta por haber llorado por una pendejada”, pero no podía dejar de llorar. Era demasiada la angustia, el terror.
Él me abrazaba mientras le contaba todo, hasta que terminé.
No podía cerrar los ojos.
Entre sus brazos, poco a poco la luz roja desapareció.

elclaustro.cl

Les presumo: me invitaron a escribir en el sitio de El Claustro :)
Y hace unas horas publiqué mi primera reseña… me acordé de aquellos viejos y buenos tiempos en Sonitus Noctis… (se queda recordando… se va… se va… se fueeeeee… y de vuelta). Bueno, el asunto es que vayan a verla. Suscríbanse al feed. Léanla. Visítenla. Comenten.

Gracias a la gente de El Claustro, en particular a mi querido Amadeus ;)

17

Un texto (autobiográfico, podría ser) de hace tres millones de años. Bueno cinco, para ser exactos.

Ese día una lágrima lo despertó. Pudo sentir que se materializaba en la oscuridad del sueño, tibia y ligera, dejando un camino de sal sobre su rostro. Era una fuga en el desierto de sus ojos. Una lágrima cristalina avanzaba atraída por la fuerza de gravedad y pronto otra recorrió el mismo camino. En unos pocos minutos, diecisiete de ellas le empaparon las mejillas blancas.
Él mismo las contó.
Una sensación de sangre adormecida subía por su vientre hasta detenerse en su garganta, haciendo nudo sus cuerdas vocales; la serpiente de la angustia se enroscó en su cuerpo negándole todo movimiento. Decidió reportarse enfermo en el trabajo y se quedó hundido entre las sábanas azules, en una cama demasiado grande para él.
El tiempo se estiró hasta que el paso de las horas perdió todo sentido. Los minutos contaban en tics y tacs el gradual aumento del malestar. Era como si algo le aprisionara el pecho impidiéndole respirar, ponerse de pie. Había pensado en levantarse hasta que lo vomitara la cama, pero eso nunca sucedió. Tenía miedo de que esa sensación continuara hasta el siguiente día y le hiciera faltar otra vez al trabajo.
Reunió fuerza y se incorporó lentamente, sintiendo cada movimiento de su cuerpo, y se quedó sentado en el borde de la cama hasta que todas los fragmentos de su habitación tuvieron sentido de nuevo. Sin pasar por la regadera salió de su casa y subió al coche.
El vacío de su estómago le absorbía las últimas ganas. En su archivo mental no aparecía una situación similar, una sensación como la que tenía que nacía y terminaba en su vientre. Como no podía colocar su dolencia en algún punto específico decidió visitar al médico de siempre, al hombre de gafas grandes que de seguro acertaría en su diagnóstico y le daría un paliativo que en poco tiempo lo tendría trabajando otra vez.

Confiaba en la medicina. Todas las dolencias físicas corresponden a algún medicamento que las cura o atenúa; hasta los sentimientos pueden reducirse a simples procesos químicos fácilmente maleables gracias a simpáticas pildoritas que lo ponen a uno de buen humor. Sintió que la tranquilidad recorrió sus extremidades al pensar esto. Iba a curarse, no cabía duda.
El edificio abrió un pasillo largo para él. Las paredes frías no le hablaron mientras caminaba hacia el consultorio. Todo el lugar era ángulos rectos y piso blanco. La puerta del consultorio se impuso. Entró.
Le preguntó cuáles eran los síntomas. Él le habló de la lágrima sospechosa, de la sensación de asfixia, de los nudos en la garganta. El médico asentía de cuando en cuando mientras le tomaba la presión, le observaba adentro de los oídos, le domaba la lengua con un palito de madera. Había otro síntoma, quizá el más molesto de todos: un dolorcito en el pecho que comenzaba lentamente, como el golpeteo de un dedo índice sobre una mesa. Luego aumentaba, crecía y se refugiaba en la médula de sus huesos. Y justo en ese momento él abrazaba sus rodillas, acostado sobre la mesa de observación, invadido por ese dolor desesperado. El médico suspiró pensativo e intentó tranquilizar a su paciente. Tomó su estetoscopio y se acercó para escuchar el corazón del hombre que estaba examinando. Lo escuchó mientras en su cara se moldeaba una expresión de verdadera incredulidad. Se retiró despacio y miró gravemente al enfermo.

Salió del consultorio más abatido que antes. De camino al coche observó cómo las hojas secas caían de los árboles y crujían bajo su paso. Regresó a casa pensativo, tratando de no hacer caso a sus dolencias. Al abrir la puerta, la habitación apareció ante sus ojos como un espacio en el que el tiempo gotea viscoso. Se dejó caer en la cama. Miraba al techo y pensaba, todavía incrédulo, en lo que le había dicho el médico. Estaba fuera de toda lógica.

Se llevó la mano al pecho y sintió ese sonido fragmentado. El ruido de algo roto hacía eco en la habitación.

Un momento después, diecisiete lágrimas le bañaron el rostro.
Él mismo las contó.

hoy que te soñé por primera vez

En el sueño eras así, tal cual como te conozco, como te vi, como te ves en las fotografías incluso con los trucos de luz y sombra que ah cómo favorecen a los fotografiados. Eras exactamente igual y el aire frío nos partía la piel, la tuya blanquísima como iluminado por dentro, las gabardinas largas de lana, las manos dentro de los bolsillos. Yo bajaba las escaleras de ese edificio que parecía un aula de escuela, tú subías las escaleras con la mano en la mano de otra mujer. Y cuando nuestros codos chocaban, sentía como el sonido de una campana agudísima me recorría la columna vertebral. Tu aroma se me trepaba a la nariz sin que yo quisiera -un aroma onírico, una sensación en el pecho más que un aroma, un brinquito a destiempo del corazón al saber que te tenía dentro. Me mirabas mientras yo fingía ver hacia el frente, y en la orilla de mi ojo se mecía tu sonrisa chueca, como si sonrieras sólo hacia mi lado y no hacia el lado de la mujer que te acompañaba.
Y todo el sueño era así. Yo me infartaba cada que te veía, cada que cambiábamos de salón o de piso, tú siempre con esa mujer pero con la mirada en mí, yo haciéndome la loca pero con el pecho florecido. Todos los demás eran sombras en un día gris: siluetas disueltas en las paredes, en el aire, volúmenes cuyo único objetivo era hacernos chocar en las escaleras y sentir por algunos segundos invaluables la proximidad de nuestros cuerpos, llenos de calambritos.
Esa sensación de toparme contigo era el sueño en sí. Podría haber seguido soñando eso por años, incluso cuando desperté a las siete de la mañana y pensé “todavía me queda tiempo de sueño, duérmete porque quiero seguir soñando con él”. Mi cuerpo obedeció como nunca, y cuando regresé al edificio rogando por encontrarte de nuevo, te vi bajar las escaleras y dirigirte hacia la puerta. Solo. Corrí para alcanzarte, te tomé del brazo, y caminamos alejándonos del bullicio de la gente. Hacía frío y el sol brillaba. Tú me sonreíste con esa boca que no puedo describir, y yo te hablé en no sé qué idioma, y tú me contestaste en no sé qué idioma, pero supe y supimos que ni la otra ni los otros ni nadie importaba más. Yo sentía la emoción del primer amor, del primer sueño, toda la anticipación, la expectativa, ¿a qué sabrás, cómo te verás, cómo besarás? ¿cómo será todo ahora que ya te sé mío?
Nunca lo sabré. Porque desperté del sueño y no pude regresar. En la mañana nublada de hoy me sentí como desterrada de mí misma, injustamente alejada de una felicidad que no había pedido pero en ese momento necesitaba. Me arrastré como pude afuera de la cama, salí al trabajo. Tuve el soundtrack perfecto que repetí una y otra vez hasta que tuve que integrarme a la realidad de lo cotidiano. Y todo el día he tenido esa sensación esperanza de que quizá tú también hayas soñado lo mismo.

desierto

No hubo puerta que se cerrara, pero cuando te vi partir algo en mi pecho dio un azotón. Fue la tristeza que me invadió de golpe al saber que esta vez te ibas para siempre, que esta vez no habría cartas a mi favor. Cruzaste la puerta con decisión y yo sólo veía tu espalda alejándose, tu cabello flotando como serpientes negras al viento -Medusa que me tenía petrificado.

Te llevabas el color más allá del umbral que ahora nos dividía, te llevabas incluso el mío. Con cada paso que te alejaba de mi yo me volvía una fotocopia gris, una fotografía sin arte que mostraba sin pudor mi tristeza. Te llevabas el color de las cosas, y sólo valía la pena ver lo que acariciaban tus ojos: el árbol al fondo, la montaña que fue testigo. Más de una vez quise preguntarle hacia dónde fueron tus pasos, hacia dónde llevaste el color de las cosas, porque desde entonces no he podido recuperarlo.

Nunca lo supe, pero quiero imaginar que mientras te alejabas, caían lágrimas de tus mejillas que el desierto bebió con avidez. Quizá en esos lugares humedecidos creció uno que otro sueño, de esos que sin falta me asaltan cada noche mientras duermo.

Puerta de arena

violentango

El sonido de un bandoneón alzó en el aire nuestro beso.
Los dedos ansiosos brincaban entre compases de piel, creando la melodía que nos encontraba amagados por el deseo. Era una noche como cualquier otra, pero ni tú ni yo éramos los de siempre; en el aire había pequeñísimas partículas eléctricas que nos llenaban con fervor. Conquisté con mis labios la curva perfecta de tu espalda, iluminada por la escala de un piano invisible, y tus manos crearon una milonga que danzaba por mi piel. La música dio el tono preciso de nuestros sueños, el color exacto del que estamos hechos. Mis manos encontraron en tus notas la calidez perfecta; en mi boca, tu sabor me recordaba un paisaje sonoro que hacía mucho tiempo no me visitaba. Tus dedos se debatían en mi cuerpo, leyendo poco a poco la partitura que comprende mi existencia, esa que puedes contener fácilmente en el hueco que hay entre tus brazos.

La noche nos convirtió en marea, en tempestad, en polifonía placentera que nos hizo olvidar por un momento el dolor que llevamos marcado en el alma.