17

Un texto (autobiográfico, podría ser) de hace tres millones de años. Bueno cinco, para ser exactos.

Ese día una lágrima lo despertó. Pudo sentir que se materializaba en la oscuridad del sueño, tibia y ligera, dejando un camino de sal sobre su rostro. Era una fuga en el desierto de sus ojos. Una lágrima cristalina avanzaba atraída por la fuerza de gravedad y pronto otra recorrió el mismo camino. En unos pocos minutos, diecisiete de ellas le empaparon las mejillas blancas.
Él mismo las contó.
Una sensación de sangre adormecida subía por su vientre hasta detenerse en su garganta, haciendo nudo sus cuerdas vocales; la serpiente de la angustia se enroscó en su cuerpo negándole todo movimiento. Decidió reportarse enfermo en el trabajo y se quedó hundido entre las sábanas azules, en una cama demasiado grande para él.
El tiempo se estiró hasta que el paso de las horas perdió todo sentido. Los minutos contaban en tics y tacs el gradual aumento del malestar. Era como si algo le aprisionara el pecho impidiéndole respirar, ponerse de pie. Había pensado en levantarse hasta que lo vomitara la cama, pero eso nunca sucedió. Tenía miedo de que esa sensación continuara hasta el siguiente día y le hiciera faltar otra vez al trabajo.
Reunió fuerza y se incorporó lentamente, sintiendo cada movimiento de su cuerpo, y se quedó sentado en el borde de la cama hasta que todas los fragmentos de su habitación tuvieron sentido de nuevo. Sin pasar por la regadera salió de su casa y subió al coche.
El vacío de su estómago le absorbía las últimas ganas. En su archivo mental no aparecía una situación similar, una sensación como la que tenía que nacía y terminaba en su vientre. Como no podía colocar su dolencia en algún punto específico decidió visitar al médico de siempre, al hombre de gafas grandes que de seguro acertaría en su diagnóstico y le daría un paliativo que en poco tiempo lo tendría trabajando otra vez.

Confiaba en la medicina. Todas las dolencias físicas corresponden a algún medicamento que las cura o atenúa; hasta los sentimientos pueden reducirse a simples procesos químicos fácilmente maleables gracias a simpáticas pildoritas que lo ponen a uno de buen humor. Sintió que la tranquilidad recorrió sus extremidades al pensar esto. Iba a curarse, no cabía duda.
El edificio abrió un pasillo largo para él. Las paredes frías no le hablaron mientras caminaba hacia el consultorio. Todo el lugar era ángulos rectos y piso blanco. La puerta del consultorio se impuso. Entró.
Le preguntó cuáles eran los síntomas. Él le habló de la lágrima sospechosa, de la sensación de asfixia, de los nudos en la garganta. El médico asentía de cuando en cuando mientras le tomaba la presión, le observaba adentro de los oídos, le domaba la lengua con un palito de madera. Había otro síntoma, quizá el más molesto de todos: un dolorcito en el pecho que comenzaba lentamente, como el golpeteo de un dedo índice sobre una mesa. Luego aumentaba, crecía y se refugiaba en la médula de sus huesos. Y justo en ese momento él abrazaba sus rodillas, acostado sobre la mesa de observación, invadido por ese dolor desesperado. El médico suspiró pensativo e intentó tranquilizar a su paciente. Tomó su estetoscopio y se acercó para escuchar el corazón del hombre que estaba examinando. Lo escuchó mientras en su cara se moldeaba una expresión de verdadera incredulidad. Se retiró despacio y miró gravemente al enfermo.

Salió del consultorio más abatido que antes. De camino al coche observó cómo las hojas secas caían de los árboles y crujían bajo su paso. Regresó a casa pensativo, tratando de no hacer caso a sus dolencias. Al abrir la puerta, la habitación apareció ante sus ojos como un espacio en el que el tiempo gotea viscoso. Se dejó caer en la cama. Miraba al techo y pensaba, todavía incrédulo, en lo que le había dicho el médico. Estaba fuera de toda lógica.

Se llevó la mano al pecho y sintió ese sonido fragmentado. El ruido de algo roto hacía eco en la habitación.

Un momento después, diecisiete lágrimas le bañaron el rostro.
Él mismo las contó.

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