De algún viaje en 2005

Tomado de una libreta encontrada por ahí.
“Con los viajes no sé qué me pasa, que durante el trayecto no puedo evitar sentirme tristísima. Será la nostalgia de haber salido de casa, el beso de adiós, el pensar que durante días, algunos, muchos o pocos, estaré lejos de todo lo que conozco. En este momento me encuentro sentada en el área de comidas de un aeropuerto grandísimo. Veo a la gente, toda tan distinta, y me siento perdida en el fin del mundo. Tantos idiomas, tantas maneras de caminar y de vestir.
Cuando miro a la gente, pienso mucho en la fragilidad. En lo frágiles que somos, en la poquísima fuerza que se requiere para que nos rompan el corazón, para que nos atropelle un coche, para que nos hagan llorar. Somos como cascarones de huevo sin relleno, caminando por el aeropuerto, jalando una maleta llena de cosillas varias que por una u otra razón nos resultan necesarias.
Hace rato iba sentado a mi lado un anciano, quizá más viejo que mi abuelo. Su pasaporte decía Italia. Usaba un aparato auditivo en el oído izquierdo. Me enterneció mucho ver su itinerario de vuelo -bastante largo, por cierto- todo escrito con su letra temblorosa pero clara. El aire acondicionado del avión era excesivo, yo me moría de frío y pensaba en el señor de al lado, si acaso él también tendría frío, si no le agobiaba que la azafata no hablara su idioma y además no hiciera nada por darse a entender. En ese momento me dolió su soledad, su fragilidad, la lentitud de sus movimientos largamente meditados, su desesperación al intentar explicar a la mujer afroamericana que revisaba sus pertenencias en el puesto de seguridad que eso era un pote de crema de afeitar y no pensaba abandonarlo.
Luego lo perdí de vista. Me pregunto si estará bien, si no tendrá que esperar mucho a que salga su vuelo a Roma, si no se sentirá solo mientras espera en una silla a que llamen su vuelo.”

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