Odio comer sola. Cuando tengo que comer sola, prefiero hacerme tonta un buen rato hasta que el hambre sea tan insoportable que no me quede otro remedio que comer. A veces no llego a este punto y sencillamente no como, o me como cualquier cosa azucarada para engañar al estómago y evadir el trámite (ya sé que está mal, no lo hagan).
Hoy me esperé hasta que el hambre fue mucha y hasta entonces salí a cazar mi comida. Me acordé de cuando me toca comer y ando de viaje: cuando viajo sola suele ser un problema, porque se entiende que todos los días desayunaré, comeré y cenaré sola. Así que bueno, tengo que valerme de artimañas para no sentirme tan sola en esos momentos.
Mientras me comía mi torta (frente a la computadora), me acordé de la primera vez que viajé sola a Estambul. Era un día cualquiera, quizá cerca de media noche, y tenía un hambre feroz. Como me estaba hospedando cerca de Taksim, que es una parte de la ciudad que casi no duerme, decidí ir a buscar algo qué comer. Encontré un carrito de kebabs en la acera, rodeado de hombres que cenaban. Elegir en qué idioma pedir las cosas es otro tema, porque pocas personas hablan inglés y yo me sé tres palabras en turco. Así que ahí champurreando las palabras nos entendimos el señor de los kebabs y yo.
Decidí quedarme a cenar ahí mientras medio hablábamos, así no la pasaba tan sola mientras comía mi kebab. Cuando me preguntó de dónde era y le contesté que de México, se quedó pensando un rato, como tratando de acordarse de un nombre… luego de un minuto hizo una expresión de acordarse y dijo “¡Eduardo Capetillo!”. Morí de la risa.
A veces, comer sola tiene sus encantos.
Bir fincan kahvenin…
Bir fincan kahvenin 40 yil hatiri vardir
(Una taza de café la recordarás durante 40 años)
Proverbio turco
Hay otro proverbio turco que no puedo encontrar, que dice algo así como que nunca olvidarás tu primera taza de café turco. Ciertamente yo no la olvidaré y les puedo presumir por qué: ocurrió hace relativamente poco, en mayo de 2009, en la ciudad de Estambul. Casualmente en esa época hay un festival de no recuerdo bien qué, pero cubren los camellones y parques de la ciudad con la flor de Turquía: los tulipanes. Miles y miles de tulipanes brillantes, asomándose en las jardineras y los parques, enmarcado la vejez de los edificios. La ciudad brillaba de colores. En cierto momento me encontré caminando frente a Hagia Sophia y me detuve en un café con vista a la Mezquita Azul. Acababa de iniciar mis clases de turco, pero con lo poquito que sabía pude pedir mi café az şekerli (es decir, con poca azúcar). Un derviche empezó a girar en el escenario al ritmo de la música. La tarde caía. Entonces bebí mi primera taza de café.
Recuerdo varias otras tazas. Una, por ejemplo, en casa de la vecina de Gamze, quien nos invitó a tomar el café a las tres (Gamze, su mamá y yo) y ellas platicaban felizmente en turco mientras yo bebía de una hermosa taza y admiraba la minuciosidad con la que estaba servida la mesita de la sala: dulces, galletas y aperitivos, todo servido en platos divinos y en porciones pequeñas y hermosas. Las mujeres chismeaban, supongo. Yo miraba y bebía.
En otra ocasión, Can y Ceren nos invitaron a tomar un café en un pequeño lugar de Taksim; Ceren dijo que era de los mejores lugares para tomar café. Había unas pequeñas mesas con pequeñas sillas (no es metáfora), por lo que estábamos sentados los cuatro casi al nivel del suelo, al aire libre. Los meseros preparaban el café en unos fogones dispuestos en la banqueta. Preparar el café es un ejercicio de paciencia, el preciado líquido no debe hervir sino más bien calentarse a fuego muy lento para que espese. Pobre del que descuide la estufa mientras lo prepara, es un caos limpiar el polvo finísimo del molido turco (me ha pasado).
Desde entonces es un vicio adquirido. Siempre que hay visita en casa me gusta ofrecer un café turco (hay una variante del proverbio que dice que quien te invita un café turco tiene 40 años de mérito). Me gusta ver esas pequeñas tazas llenas de diseños típicos, esos pequeños vasos con agua fresca que se sirven para aclararse la garganta antes de tomar el café y dos cuadritos de lokum a un lado de la taza, sobre el platito. Disfruto la minuciosidad de la preparación, vigilar cada segundo del cezve puesto al fuego, servir con cuidado para que la “crema” del café cubra la superficie de la taza servida. Me llena de orgullo cuando me dicen que qué rico café, que cómo lo hice.
Y entonces les explico. Lo que no les confieso a mis visitantes es que ese café va rebosante de recuerdos: lleva los minaretes de Hagia Sophia, de Sultanahmet y de Eminönü, lleva los arcos de Yerebatan Sarayi, los tulipanes de las calles, el tram de Istiklal, el té negro que bebí al atardecer en Kadiköy, el harem de Topkapi, un paseo sobre el Bósforo, los colores del Gran Bazar, los olores del Mizir Carsisi, los pescadores en el puerto y hasta una imagen de esa señora que bailaba tímidamente y sola en un concierto de Tarkan. Y contiene otros ingredientes por el estilo, tantos que no puedo enlistarlos en este espacio.
No sé si mi café logre impregnar la memoria de mis amistades de un viaje que quizá no han hecho, pero espero que al menos por unos minutos se sientan en un lugar que no es el aquí.
Tecnología onírica inter-plano astral
Soñé que d (un amigo que falleció hace algunos años) me enviaba un mensaje de whatsapp.
No recuerdo claramente qué decía, quizá algo sobre que iba a estar en cierto evento. Yo estaba muy contenta porque había dado “señales de vida”. Recuerdo que muy felizmente empecé a contestarle su mensaje, pero a la mitad de la escritura caí en la cuenta de que mi amigo estaba muerto y que aquel acontecimiento era inusual, por llamarlo de algún modo. En el sueño, al darme cuenta de lo que había sucedido, empezaba a llorar fuertemente.
Desperté a mitad de la noche con una sensación de horror (o angustia, no sé muy bien) que tardé en sacudirme.
Dos de teatro
Hace no más de dos meses le dije a Ilsa que yo no era mucho de ir a ver teatro. Sí me gusta leerlo, y lo disfruto cuando lo veo, pero no es algo que acostumbre hacer con frecuencia. Entre ese comentario que le hice y el domingo pasado fui dos veces.
La primera fue para ver Conferencia sobre la lluvia, recién publicado monólogo de Juan Villoro. La actuación fue muy buena, el monólogo fue muy atinado, con las dosis necesarias de humor y tristeza. Y es que me es difícil pensar que la combinación de temas (lluvia, libros, gatos) además escrita por Villoro podría no gustarme. La escenografía me pareció muy creativa, bueno todo, todo me gustó. Me encantó. El libro lo pueden conseguir en casi cualquier librería, se los recomiendo ampliamente.
La segunda fue para ver Salomé, de Oscar Wilde. De ninguna manera iba a dejar de ver una obra de Oscar Wilde, tener la posibilidad de sentir tan siquiera un atisbo de lo que pudo haber sido cuando se presentó en su época, con el escritor (imagino) entre los espectadores y tal. Lo primero que llamó mi atención fue el espacio; es una obra de un solo acto, desarrollada en el mismo espacio -algo así como un baño (con estilo “aturcado”), con una pila de agua al centro. Wilde propone que sea en una terraza, pero creo que este espacio funcionó muy bien. Además el tamaño compacto hacía que la tensión fuera más intensa, los personajes apretujados, gritando, moviéndose… La adaptación del vestuario me pareció fascinante: medio victoriano, medio steampunk, medio futurista. Sé que victoriano y futurista caben en steampunk, pero este hace una interpretación de ambos que no necesariamente alcanza a describir la vestimenta de los personajes. El asunto es que el vestuario estuvo increíble, la música, todo. Hasta la sangre, porque fue una puesta en escena muy sangrienta pero de manera totalmente justificada.
Así que bueno, diré que no voy al teatro más seguido, a lo mejor salen más oportunidades teatrales igual de buenas e interesantes.
Stepping stones
Hace algunos días entrevisté a Jeff Gomez, autor (entre otras cosas) de Beside Myself, una novela muy buena que además es un ejemplo de una exitosa integración entre medio y contenido. Me dijo cosas interesantes que me hicieron reflexionar temas que me dispongo a escribir en este momento en la conclusión de mi tesis. De entre sus respuestas, les comparto esto que estoy a punto de citar en mi texto:
In the end, any fictional work should be compared to the next, regardless of the delivery mechanism. After all, we don’t view novels differently when one is published as a paperback and the other is a hardback, so why would an electronic novel be treated or thought of any differently? And yet of course nearly everyone—the publishing industry, editors, agents, and even readers—look upon electronic content as something “less than.” It is treated as unserious, even cheap, as if words and stories somehow become better when they’re printed on a page. The fact remains that what we think of as “books,” i.e. the physical artifact, are merely the delivery mechanism for stories. As much as we love to hold them, or what kind of memories printed pages may hold of our shared or individual past, they’re merely stepping stones between the writer and reader.
Un día en la vida
Ayer, cuando íbamos rumbo al consultorio del Piantao, un coche se detuvo a mitad de la calle frente a nosotros. Yo iba conduciendo y le saqué la vuelta, volteé a mirar por qué la conductora del coche de adelante se había bajado y entonces lo vi: un gato atropellado, maullando desde el piso. Frené de golpe, el Piantao se bajó. La otra conductora lloraba y gesticulaba mientras el Piantao levantaba con sumo cuidado al gatito (de no más de 6 meses) haciendo como una mesa con sus manos. Le dijo a la chica que lo llevaba al veterinario, ella le hizo jurar que así sería. De regreso en el coche vi a esa criaturita sobre las manos de mi esposo: era un taby anaranjado, delgado, pequeño. Sus ojitos se entrecerraban, ya había dejado de maullar. Conducí torpemente hasta la veterinaria, ubicada a dos minutos de donde estábamos.
Pero en el camino, el gatito murió.
Yo le dije al Piantao nomedigas cómo está, nomedigas noquierosaber, trataba de no mirar al felinito indefenso mientras conducía. Así que no me dijo, pero él sintió el momento en que el gatito falleció. Cuando llegamos a la veterinaria ya no había nada qué hacer.
Al menos no murió en el pavimento, maullando, sin entender qué sucedía ni poderse mover.
La imagen se imprimió en mi mente con tal fuerza, que incluso ahora, más de 24 horas después, no puedo dejar de pensar en eso. Yo no sé si mis gatos lo perciban, pero cuando estoy en casa Mao no se despega de mí. Cuánto tiempo llevaba ahí, por qué la demás gente no hizo nada, por qué -en primera instancia- fue atropellado, son preguntas que ni siquiera vale la pena hacerse.
El tema es que siento una desesperanza profunda y una gran tristeza al pensar que nunca podré ver a una humanidad sensibilizada ante la vida, la belleza y el prójimo, sea éste un árbol, una persona, o un gatito indefenso maullando desde el pavimento.