dos lágrimas

El sultán caminaba furioso hacia la puerta de salida, pisoteando con sus sandalias todas las almohadas de colores brillantes que estaban regadas por el suelo. La seda bordada hacía un leve sss sss de dolor frotando entre sí sus telas teñidas a la margen del Nilo cada que el pie presionaba el suelo. Las mujeres lo observaban desde sus rincones, azoradas. Algunas tenían un bordado entre las manos, otras estaban encinta, otras eran tan jóvenes que parecían sus hijas y otras más simplemente descansaban sobre las almohadas mientras se dibujaban con henna árboles de vida en las manos. Todas fueron elegidas por sus dones particulares, todas eran únicas a su manera, y todas eran distinguidas por tener las miradas más hermosas de la región. Entrar en ese cuarto era como introducirse en una caja llena de joyas, joyas de ojos negros como los ojos de los camellos, de piel dorada y cabellos largos que bien podrían servir para bordar las telas más preciadas del sultán.

Todas, todas ellas eran rosas del desierto. El sultán las amaba con ternura a la luz del día, y con violencia cuando la luna de plata se reflejaba en los espejos de agua del palacio. El eco de sus gruñidos llegaba hasta los oídos del resto de las mujeres, y éste las hacía sentir tranquilas y seguras. Amadas. Protegidas. Pero sobre todo, veneradas.

Había una en especial que estrujaba su corazón más que todas sus mujeres. Era altiva como ninguna y tenía un pequeño lunar rojo sobre el seno izquierdo, que siempre le sonreía desde su escote. Su rostro afilado y sus cejas perfectamente delineadas enloquecían al sultán hasta el paroxismo.

Esa tarde el sultán tenía urgencia de su carne, de morder, arañar, masticar. Y ella no estaba, así que las pasiones hicieron hervir su sangre y abandonó el harén dando grandes zancadas. Gritó el nombre que sólo él podía pronunciar por todos los jardines, detrás de cada fuente, asomando por cada ventana. Las aves huían de los árboles golpeando las hojas con las alas, y él mismo hubiera querido volar para buscar a aquella que lo tenía sufriendo.

La pasión que él sentía estaba alimentada por un deseo triste de poseerla como no se pueden poseer las cosas perfectas: llenarla por dentro y por fuera, envolverla, convertirla en un dedo de su mano, en un diente, en un ojo, en algo que formara parte intrínseca de él y le ayudara a reconocer el mundo. Pero cuando yacía con ella, le entristecía que no pudiera entenderle, que su rostro permaneciera siempre impávido, que sus ojos profundísimos no dieran señales del menor placer. Entonces se retiraba, abatido, y mientras alguien más en algún cuarto lejano del palacio tocaba algún instrumento musical, él derramaba dos lágrimas que rápidamente se escondían en su barba.

Esa tarde la buscó hasta que los pies dejaron de responderle. Las mujeres ya dormían en sus habitaciones pero ella seguía sin aparecer. Dándose por vencido, decidió ir al harén, esperanzado, esperando encontrar su olor en alguna de esas almohadas que seguramente habrían acariciado sus pies, los de ella, la única. O con suerte, habrían acariciado cualquier otra parte de su cuerpo de la misma manera que sus dedos  lo hicieron alguna vez. La luz de plata entraba por el vitral principal, tiñendo el cuarto de vivos colores.
Ella yacía ahí, durmiendo profundamente. El corazón del sultán dio un brinco, y el ruido casi despierta a la muchacha, quien sólo emitió un gemido muy quedo, y siguió durmiendo. El sultán la miraba extasiado, conteniendo al tigre que le instaba a lanzarse, a devorar sus rincones, a lamer esa piel de desierto nocturno.

Pero en lugar de eso, sólo se agachó, y depositó un suave beso en uno de sus pies. Ella no se inmutó. El sultán salió del cuarto cerrando la cortina tras de sí, dirigiendo sus pasos hacia el cuarto de fumar. Quizá lograra expulsar su deseo en el humo, que siempre huye hacia arriba y desaparece.

Ella mientras tanto soñaba sin darse cuenta de lo que ocurría. En su sueño, el sultán se hincaba ante ella y le besaba los pies con ardor, porque ella era la única mujer, la única dueña de su corazón.

Y mientras dormía, sonrió.

encontrado en una libreta (o visto en un café)

Mi corazón suena como una bocina acartonada. Ya no hay sangre que recorra mis venas. La esperanza aferrándose a mi cuerpo me causa dolor. No hay lágrimas que limpien tu recuerdo, ni deseos con los que pueda dejar de amarte. Soy un alma en el constante purgatorio de tu olvido.

“Soy un alma en el constante purgatorio de tu olvido”. Dio un trago al café frío. Esa frase sonaba bien. El tintineo de platos y cucharas era la única música en el lugar. Conversaciones ajenas se fundían en un barullo que se estiraba sobre el ambiente. Otro trago. La ansiedad que le causaba perderla y otra vez perderla lo había vuelto un fumador compulsivo, no es que lo disfrutara. Estaba harto de las narraciones en pasado y de las ilusiones en futuro. Mejor vivir hoy y hacerse a la idea de que su vida era una mierda, de que seguro alguien, en algún lugar perdido, estaba siendo feliz con lo que a él le hacía falta.

siempre eres tú

Todo estaba listo para esa noche. Es como si cada segundo de su vida los hubiera preparado precisamente para este momento. Los corazones laten acelerados, las manos sudan, el perfume quizá es demasiado. Él sentado frente a la mesa estruja una servilleta de tela. Ella pasa un cepillo demasiadas veces por su cabello. Él frente a un plato vacío, ella frente al plato del espejo, en el que su imagen se sirve con un ligero sabor a angustia. El reloj tic tac al fondo de ambos. Estruja la servilleta. Una mano femenina enciende un coche. Una servilleta de tela blanca, corriente, casi ofensiva.

Y es que quién sabe si verse era la mejor opción. Dejar el hogar seguro, quemar las naves, acortar las distancias que hacen peligrar hasta a los conductores más diestros. El riesgo era, precisamente, acercarse el uno al otro. Como dos sustancias químicas que nunca deben mezclarse, pero por su misma peligrosidad, el acto atrae al curioso: “y que pasa sí…”

Ella fuma mientras conduce. Él fuma mientras espera, mira al mesero, a los comensales, el ruido del chocar de copas, de tenedores sobre el plato, quizá un piano desafinado al fondo, cómo saberlo. Ella acelera acelera, y todos los semáforos en verde le dicen sigue, aunque ella se muerda las uñas y no sepa si seguir. Pero sigue. En bocanadas de humo queman su angustia, que no se termina sino al contrario, se multiplica y se extiende en el ambiente con olor a cigarro.

Pero si sólo había pasado un año. Las razones por las que dejaron de verse están de más, o quizá ya ni se acuerden, o quizá no les importe, o quizá por eso quieran verse. El problema es que el tiempo avanzó a cuentagotas, el tiempo elástico que lejos de diluirlos, quemó en sus mentes la imagen del otro. Como un tatuaje sin color, como una silueta: tú eres este espacio que estará eternamente definido dentro de mi corazón.

Una botella de champán suda también dentro de una cubeta que moja la mesa. La mancha de agua sobre el mantel se ha ido extendiendo, él casi puede medir cómo pasa el tiempo al ver cómo ésta crece. Ella entra al lugar. El vestido negro le aprieta los muslos para que no pueda caminar, sus tobillos se doblan. Mira hacia adentro del restaurante, pero sólo ve muchas cabezas inclinadas sobre platos. Nada que resalte.

El problema quizá es que nunca dejaron de quererse. Y no pueden entender cómo es que todo salió tan mal, tan mal que quizá ya nunca tenga remedio y toda esta cita es una tremenda estupidez. Una trampa en la que cayeron a causa de un desliz de ingenuidad. Pero qué tontos. Si lo peor que podían hacer era verse, esa noche, en ese restaurante, con esa botella de champán esperándolos, nerviosa y sudando.

Hay una mesa vacía. No, no está vacía, hay un hombre sentado en ella. El hombre fuma y mira una mancha de agua sobre la mesa. Estruja una servilleta. Ella da uno dos tres pasos inseguros, los siguientes también. Le clava la vista, y él responde. El hilo rojo que los une todavía está ahí, perceptible, y quizá por eso les duele tanto el pecho al chocar las miradas, como un accidente automovilístico.

Pero qué hacer ante la necesidad. Ante el conocimiento de la existencia del otro, como una parte complementaria de sí mismo, como dos notas conectadadas en una misma partitura. Y qué hacer, cómo remediar el hecho de que están irremediablemente enganchados, de que no importa cuánto quieran burlar al destino, cuánto quieran evitarse, la ciudad cambiará todas sus rutas con tal de que ellos se encuentren de nuevo.

Se miran largamente. No sonríen. Ella aprieta su bolso entre los dedos, él sigue estrujando la servilleta. El tiempo elástico otra vez abraza sus memorias, los tortura, los exprime y los obliga a recordar. De golpe. Pero sus brazos siguen sin moverse, sus piernas siguen sin tener vida, sus labios que no se separan para emitir alguna palabra. Finalmente, es ella quien toma la inciativa. Apura una sonrisa apretada antes de dar la media vuelta y dirigirse hacia la salida. Sus tacones perforan la alfombra del restaurante. Él respira hondo. Ella enciende un cigarrillo mientras cruza la puerta hacia la calle. Él pide que le abran la botella. Creen que todo ha terminado.

Qué ingenuos.

tus manos

Qué decir que no se haya dicho ya: tus manos son principio y fin de todo lo que has creado. Es como si tuvieran su propia personalidad, se nota cuando fumas, saludas, te cubres el rostro, exprimes un limón, o hasta cuando descuidadamente tomas mi mano y juegas con ella entre tus dedos. Tus dedos son delgados y largos, suaves al tacto pero fuertes cuando hace falta.
Yo no sé qué me pasa, pero no puedo dejar de mirar tus manos. Me encantan tus manos, como hace mucho no me encantaban unas manos.

(des) esperar

Un timbrazo telefónico sin atender. Un correo electrónico sin respuesta. Una propuesta indecorosa ignorada. Una canción que no termina de sonar. Una ansiedad sin remedio. Tu boca cada vez más lejos. Tu rostro indeciso. Una noche demasiado larga. Una respuesta retardada. Un silencio hecho de elástico. Un sombrero a la conciencia. Un grito encerrado en el estómago. Un cursor que parpadea. Las calles vacías al anochecer. El frío de madrugada en la borrachera. Ver tu espalda alejarse. Tus labios que se me olvidan. Comerme las uñas. Una llamada pospuesta. 

Yo espero en tus silencios. Porque sé que sólo estás cerca cuando quieres.

Y no me resta otra cosa que no sea esperarte.

una noche en el parque

Te dije que sentía un hueco en el estómago. ¿Tienes hambre? No en el estómago, más bien arriba. Tú me abrazaste y el latido de tu corazón me hizo cosquillas en la oreja. ¿Me cuentas un cuento que no le hayas contado a nadie?, dijiste. Claro, pero sólo si te duermes en mi regazo.
Después, te robé un beso.
Y sonreíste.