recuerdos de suéteres

Mi hermano trae puesto en este momento un suéter que compré en Madrid cuando apenas tenía una semana de vivir ahí. Lo compré en una tienda que estaba cerca de mi departamento, una vez que íbamos rumbo a casa de Rafa. Yo tenía antojo de un suéter abierto, de zípper, y lo vi en una tienditita ahí en la avenida Alcalá. Creo que me costó como 12 euros. Diana criticó la impulsividad de mi compra, recuerdo. Me lo amarré a la cintura, pero cuando salimos de casa de Rafa hacía frío, y el sueter me venía de maravilla. Entonces le dije ingenuamente a Diana “¿ves que fue buena idea comprar el suéter?” a lo que ella respondió arqueando la ceja, jaja. El suéter se fue agrandando con el paso del tiempo, y por eso empezó a usarlo mi hermana, pero luego se hizo más grande todavía y ahora lo usa mi hermano. Y le encanta.

Recuerdo también que cuando recién nos mudamos al departamento ese de Madrid, yo salí de compras. Quería sábanas azules para mi cama y una toalla negra. Compré unas sábanas celestes, una toalla roja grande y una mediana en color negro. Compré otras cosas también para la casa, en esas tiendas de todo a un euro. Traía muchas bolsas, y atado a la cintura tenía un sueter precioso, nuevo, color violeta, de ese estambre como peludito, suavecito. Cuando llegué a la casa, el suéter había desaparecido. Seguramente lo tiré en el camino.

Cuando estaba en el kínder, yo iba a mi colegio en transporte escolar. Había una niña llamada Dalila que siempre me hacía la vida imposible, y entre tantas cosas que hacía para molestarme, había una que era su favorita: tirar mi suéter por la ventana del transporte. Yo era pequeña e indefensa, y ella era una gordototota que gustaba de escupir, morderme los brazos hasta pintarme sus dientes en morado y empujar a las otras niñas. Entonces Gloria (la señora del transporte) le daba a mi mamá los suéteres que otras niñas olvidaban en el transporte, como reposición del suéter que Dalila tiraba por la ventana. Y hace relativamente poco, bueno, unos tres años quizá, mi tía Sara me regaló (o encontró quién sabe dónde) mi suéter del kinder. Es pequeñito, pequeñito, como si fuera un suéter para un muñeco de peluche. Y ahora ocupa su lugar permanente en mi clóset.

Hace un par de años, compré un suéter en uno de esos días de shopping desaforado. Me quedaba un poco grande, pero tenía dos cierres como de zapato en la parte del cuello, y me recordaba muchísimo al suéter que Rogue, el vocalista de The Crüxshadows (una de mis bandas favoritas), traía puesto cuando los trajimos a Monterrey :) Así que de todos modos lo compré, lo usé mucho pero con el tiempo fue cediendo un poco… y un día de diciembre, un Piantado al que yo recién conocía tenía frío. O yo tenía frío porque él andaba sin suéter. Y le presté mi “suéter de Rogue” como yo le llamaba. Y le quedaba tan bien… y se veía tan guapo, que decidí regalárselo. Acción rara de mi parte, pues yo tengo un gran GRAN apego con las cosas que me gustan mucho o tienen mucho valor emocional para mí, y además de todo, tenía poco de conocerlo. Pero pasó el tiempo y me dio la razón.

Y no, no es que tenga frío. O bueno, quizá un poquito.

And the devil in black dress watches over

La conocí por casualidad en la estación de tren, cuando ambas íbamos rumbo a la universidad. Se acercó a preguntarme si yo era “siniestra”, con ese español italianado que me encanta. Hablamos durante todo el trayecto y salimos juntas esa noche. En ese entonces ella tenía el cabello rubio.
A partir de ahí, las noches de los viernes y los sábados eran completamente nuestras. A veces también entre semana, en ocasiones las tardes o las mañanas. Nos convertimos en refugios mutuos, extranjeras en un lugar que nos fascinaba. Lo curioso es que todo lo que ocurría en torno a nosotros era siempre más bien superficial, pero no por eso dejaba de ser importante.
La despedida no fue tan difícil como imaginábamos. Me acompañó al aeropuerto, cargó mi maleta, y nos despedimos en el punto en el que ella ya no podía seguir adelante. Creo que no hubo lágrimas.
El problema es que el correo tarda demasiado, y la distancia entre carta y carta cada vez era más grande. Yo pensé que todo había valido madre hasta que ella decidió visitar México. Aunque le falló la puntería, y en vez de esta ciudad eligió Playa del Carmen (a lo cual no puse objeción alguna), así que nos volvimos a ver. Un par de años después, una graaan diferencia entre las dos. Lo mismo la pasamos muy bien, pero me di cuenta de que habíamos crecido en direcciones completamente opuestas. Ella seguía con su tema favorito (hombres, qué otro va a ser) y yo pensando más bien en relajarme del trabajo y la ciudad. Al final yo regresé, no sin antes intoxicarme con la comida del avión y ella y su amiga se quedaron internadas en el hospital dos días más, debido a las cantidades industriales de alcohol que había ingerido en esos días. La marcha no es la misma de este lado del Atlántico.
Un año y medio después, aproximadamente, me tocó a mi ir a visitarla a ella. Roma es una ciudad hermosa, que te obliga a abrir mucho los ojos, a impresionarte a cada paso. Me tocó pasar con ella el martes de carnaval, la noche antes del miércoles de ceniza. Compramos máscaras iguales, bolsas de confeti y nos lanzamos a las calles a fiestear. Terminamos en la noche gay de cierto antro de 3 pisos que hay allá, bailando con un tipo vestido de novia, comprando una copa a un lado de un hombre que tiene las piernas más hermosas que jamás le he visto a una mujer. Ese día me siguieron dos Paolo, uno de los cuales dijo que yo era espectacolare. Es una de las cosas chidas de los italianos, que son extremadamente coquetos. ¿Te sientes deprimida? Da una vuelta a la plaza. Eso bastará para que al menos 5 personas del sexo opuesto te hagan comentarios halagadores.
El punto es que otra vez la pasamos bien, caminando las calles, comiendo en la tavola calda, recordando, siempre recordando. Hasta pudimos volver a Madrid y pisar por segunda vez sus calles. A mi me entristeció, pero a ella le deprimió profundamente que nada fuera lo mismo. La caminata por la Gran Vía, un sábado a las 3 de la mañana, con ella llorando y cayéndose de borracha. Es curioso que yo siempre haya tenido la necesidad de cuidarla, como se cuida a una niña, como le curas los raspones y le dices que no se vuelva a subir al resbaladero, pero en menos de cinco minutos ya está haciéndolo de nuevo.
Últimamente hemos hablado mucho por messenger. Me cuenta cómo -otra vez, incontable vez- terminó con otro chico. Me pregunto si su corazón estará permanentemente roto. Recuerdo que me contó cómo su madre lloró durante todo su embarazo. Es como si ella se hubiera alimentado de tristeza.
Nos queremos de una manera extraña. Compartimos algún tiempo, espacio, amigos. Quizá algo de intereses musicales. Pero somos personas radicalmente distintas, ella ve las cosas de una manera tan diferente a como las veo yo. Y mientras no entremos en esos terrenos todo está bien. Lo curioso es que nos aferramos a no perder la comunicación.

“Temple of Love” de los Sisters of Mercy fue la primera canción que bailamos juntas. Y la que, mucho tiempo después, nos sigue recordando que somos amigas.

Me pregunto si a veces nos hace sentir menos solas el hecho de que alguien, en otra parte lejana del planeta, está ahí para apoyarte, aunque sea con ocho horas de diferencia.

amor condusse noi ad una morte

“Todos los días te quiero y te odio irremediablemente”, dice Sabines por ahí. Es posible, por supuesto. Cada que te pienso es como si vertiera agua caliente en la mitad de mi cuerpo, y agua fría en la otra mitad. Es extraño, sin embargo. ¿Tiene alguna lógica el amar? Nunca he sido buena en esas cosas, y creo que con el paso de los años soy peor. Nos llenamos de mañas que cada vez es más difícil eliminar, de inseguridades, de basura emocional que hace brillar el pasado con un extraño reflejo de falso oro, o con una tristeza cuestionable -siempre el cambio de perspectiva. Pero y si no. Y si realmente somos tristes y tontos animales solitarios, incapaces de formar lazos verdaderos y duraderos (uff, qué es eso de duradero, ¿duracell es el parámetro?), y nuestras relaciones son sólo mantenidas por un hilo rojo que nos ata a la cintura del otro. “El amor es eterno mientras dura”, dice García Márquez por algún lado. La temporalidad es mi enemiga, nunca he podido hacer algo por mucho tiempo, siempre termino aburriéndome, destruyendo aquello que era maravilloso y amaba. Es mi naturaleza, y por más que quiero no puedo luchar contra ello. ¿Algún psicoanalista que le entre al quite?. Soy high manteinance, soy verdaderamente muy simple pero requisitosa: las cosas se hacen así.
El amor es una cosa que ahora menos que nunca puedo entender. Tenía muchísimo sentido cuando estaba en secundaria o en prepa; amar era defender a tu vato verbalmente y a veces con trancazos, amar era ir a los bailes con él y nomás bailar con él, amar era que te esperara hasta que pasara el camión, o si había más amor, que te acompañara a tu casa y luego se regresara a la suya solo, aunque fueran las diez de la noche. Amar era una rosa roja cuando cumplían un mes, dos cuando cumplían dos, tres cuando cumplían tres… Amar era llorar largamente frente al teléfono cuando amenazaban con cortar al otro, o reír y enredar el dedito en el cable diciéndose “cuelga tú… no, cuelga tú, ándale, si no no cuelgo…”. Amar era, en fin, algo mucho más sencillo. No había carreras de por medio, ni planes matrimoniales, ni hijos tácitos, ni uso compartido de coche, ni celos infundados. Bueno celos sí, siempre hay celos, por lo menos en mis historias. Ahora ya no sé qué es amar, no sé de qué se trata, y si la finalidad es construir una familia pues qué friega. ¿Por qué no hay arquitectos de familias, ni ingenieros civiles, ni albañiles que te ayuden a construir tan complicadas y fragilísimas estructuras? ¿Por qué nadie te puede aconsejar de la durabilidad de los materiales, los costos, el mejor acomodo para el feng shui? ¿Por qué en estos tiempos el “contigo pan y cebolla” es tan utópico?. Yo no sé tener novio. Soy torpe. Apilo mal los blocks, hago mal la mezcla del cemento, y al final me frustro y aviento todo. Porque para estas cosas no hay planos ni instructivos que digan “inserte el grin en el red”, ni guías como las del home depot de “jardines for dummies” y cosas de esas.
Dicen que “al final todo lo que importa es el amor”. Pero ¿qué es el amor? si los hombres (humanidad) somos egoístas e insensibles sólo pensamos en la manera de salir mejor parados. Si lloramos y nos autocompadecemos (agh, la autocompasión, ¡odio la autocompasión!) porque nadie en el universo nos entiende, pero tampoco estamos verdaderamente dispuestos a entender al otro.
“Porque amar es, al fin, una indolencia”, dice Villaurrutia por ahí. Y con Villaurrutia nos quedamos.

Amar es una angustia, una pregunta,
una suspensa y luminosa duda;
es un querer saber todo lo tuyo
y a la vez un temor de al fin saberlo.

Amar es reconstruir, cuando te alejas,
tus pasos, tus silencios, tus palabras,
y pretender seguir tu pensamiento
cuando a mi lado, al fin inmóvil, callas.

Amar es una cólera secreta,
una helada y diabólica soberbia.

Amar es no dormir cuando en mi lecho
sueñas entre mis brazos que te ciñen,
y odiar el sueño en que, bajo tu frente,
acaso en otros brazos te abandonas.

Amar es escuchar sobre tu pecho,
hasta colmar la oreja codiciosa,
el rumor de tu sangre y la marea
de tu respiración acompasada.

Amar es absorber tu joven savia
y juntar nuestras bocas en un cauce
hasta que de la brisa de tu aliento
se impregnen para siempre mis entrañas.

Amar es una envidia verde y muda,
una sutil y lúcida avaricia.

Amar es provocar el dulce instante
en que tu piel busca mi piel despierta;
saciar a un tiempo la avidez nocturna
y morir otra vez la misma muerte
provisional, desgarradora, oscura.

Amar es una sed, la de la llaga
que arde sin consumirse ni cerrarse,
y el hambre de una boca atormentada
que pide más y más y no se sacia.

Amar es una insólita lujuria
y una gula voraz, siempre desierta.

Pero amar es también cerrar los ojos,
dejar que el sueño invada nuestro cuerpo
como un río de olvido y de tinieblas,
y navegar sin rumbo, a la deriva:
porque amar es, al fin, una indolencia.

reflexiones de un estómago vacío

Los lunes siempre inician con desgano, con estirar el cuerpo hacia arriba, los brazos, los dedos extendidos, como queriendo alcanzar el descanso imaginario de un domingo en la cama. Me arden los ojos mientras en el monitor, una rayita parpadea esperando el flujo de ideas -mucho más lento que de costumbre, he de decir. No me considero una persona floja, ni irresponsable (aunque luego parezca que todo me delata), simplemente a veces me gusta hundirme en el sopor. Hoy miro hacia el monitor a falta de una mejor ventana, pero veo sin ver nada en particular. Millones de pixeles (¿millones?) que no dibujan tus formas, esa curva que figura tu espalda y continúa y me envuelve aunque esté yo sentada acá tan lejos tratando de recordar la tesitura de tu piel en mi mejilla. Tú allá, harto de ti, y yo necesitándote.
Es lunes, pero podría ser cualquier día.

violentango

El sonido de un bandoneón alzó en el aire nuestro beso.
Los dedos ansiosos brincaban entre compases de piel, creando la melodía que nos encontraba amagados por el deseo. Era una noche como cualquier otra, pero ni tú ni yo éramos los de siempre; en el aire había pequeñísimas partículas eléctricas que nos llenaban con fervor. Conquisté con mis labios la curva perfecta de tu espalda, iluminada por la escala de un piano invisible, y tus manos crearon una milonga que danzaba por mi piel. La música dio el tono preciso de nuestros sueños, el color exacto del que estamos hechos. Mis manos encontraron en tus notas la calidez perfecta; en mi boca, tu sabor me recordaba un paisaje sonoro que hacía mucho tiempo no me visitaba. Tus dedos se debatían en mi cuerpo, leyendo poco a poco la partitura que comprende mi existencia, esa que puedes contener fácilmente en el hueco que hay entre tus brazos.

La noche nos convirtió en marea, en tempestad, en polifonía placentera que nos hizo olvidar por un momento el dolor que llevamos marcado en el alma.

incapacidad del sueño

Era una noche muy oscura y hacía frío. Con los ojos entrecerrados y desde el fondo de la cama te dije no te vayas, pero contestaste que en algún momento tenía que amanecer. Tomé tus dedos largos entre mis manos pequeñas, y quité pequeños vestigios de piel de piano que se había pegado a tus yemas. Me besaste con una sonrisa, y tus labios me supieron a esperanza, a fruta, a vértigo. Imposible no tener ganas de hundirme en tu pecho y escuchar todas las palabras del mar guardadas en el caracol de tu corazón.
El fin de la noche trajo tu ausencia, y por más que intenté, mis sueños no pudieron recrearte.