artista equilibrista

Estoy caminando por la cuerda floja, de un lado el infierno del otro el cielo. Entre la risa histérica y las ganas de llorar hasta que los ojos se me hagan pasa. Entre deprimirme y abandonarme o irme de fiesta sola. Nada se define muy bien aquí adentro, la arena sigue revuelta y es como intentar despegar y al mismo tiempo no querer separarse del piso. Raro, muy raro. Quizá es que otra vez empieza a no suceder nada. Qué hueva.

nostalgia

Hoy hace un clima hermoso. Es el tipo de clima en el que mi gato busca recostarse contra mis piernas, debajo de las sábanas. Es el tipo de clima que te hace tener sueños profundos, en el que la comida te sabe mejor, en el que puedo levantarme  de la cama envuelta en sábanas y comer cientos de rebanadas de pan con nutella (y al mismo tiempo acordarme de aquella vez que me disfracé de Lisistrata para una obra en la escuela… dos veces fui Lisistrata, ja).

Pero también es el tipo de clima que me recuerda mis ciudades perdidas. Porque da la casualidad de que todas *esas* ciudades, las visité en invierno. O con lluvia, o con nieve, pero nunca con calor de 37 grados centígrados. Parece hecho a propósito, pero no. Madrid en invierno me resultó hermosa y perfecta, así como Praga con nieve, o Roma con lluvia o París con viento helado, o incluso Halifax, que a pesar de ser verano, para mí era como un otoño verde con el viento, la lluvia, el cielo nublado y el mar. Hay otras ciudades y otros recuerdos que siempre incluyen chamarras y bufandas y paraguas.

De unos años para acá, siento que la vida continúa en otro lado.  Que me encuentro dividida entre el querer quedarme como una persona “normal” y seguir echando raíces en este desierto, o querer irme a otro lado -no sé a dónde. Siento como si mi destino inevitable fuese irme, porque todo lo “normal” que quiero que pase no ocurre y mi vida da los twists más extraños cuando ni siquiera los estoy buscando. Así que en esas seguimos. Entre irse y quedarse pasa el día; mientras el aire frío entrando por la ventana y yo en una ciudad que hoy me es completamente ajena.

cuéntame tu vida

La lluvia es hermosa. Siempre me ha gustado observar el mundo reflejado en los charcos: es como otro nivel de existencia, un reflejo que al mismo tiempo nos contiene. Estos días ha llovido mucho. Las farolas de la Macroplaza son hermosas cuando es muy de noche y se miran hacia abajo, en el suelo. Es como si temblaran con el aire.

Tengo sueño, pero tu recuerdo me mantiene despierta. Porque si duermo no sé si te soñaré, pero si estoy despierta puedo estarte pensando. Qué más decir. Quiero que me cuentes un cuento que no le hayas contado a nadie.

el mundo sobre el trapecio

Siempre me han dado mucho vértigo los trapecistas. Me sudan las manos sólo de verlos columpiarse, impulsarse, lanzarse. Me sudan ahora sólo de pensar en las piruetas. Yo no hubiera podido ser trapecista, le tengo un poco de miedo a las alturas. Además soy demasiado nerviosa, me sudan mucho las manos.

Hay alturas, sin embargo, que son irresistibles. Para esas el trapecio sale sobrando, y el vértigo -esa atracción por el vacío- empuja y nos hace caer, aunque a veces sea sin mucha gracia.

Hoy, no sé por qué, tengo ganas de saltar.

dos lágrimas

El sultán caminaba furioso hacia la puerta de salida, pisoteando con sus sandalias todas las almohadas de colores brillantes que estaban regadas por el suelo. La seda bordada hacía un leve sss sss de dolor frotando entre sí sus telas teñidas a la margen del Nilo cada que el pie presionaba el suelo. Las mujeres lo observaban desde sus rincones, azoradas. Algunas tenían un bordado entre las manos, otras estaban encinta, otras eran tan jóvenes que parecían sus hijas y otras más simplemente descansaban sobre las almohadas mientras se dibujaban con henna árboles de vida en las manos. Todas fueron elegidas por sus dones particulares, todas eran únicas a su manera, y todas eran distinguidas por tener las miradas más hermosas de la región. Entrar en ese cuarto era como introducirse en una caja llena de joyas, joyas de ojos negros como los ojos de los camellos, de piel dorada y cabellos largos que bien podrían servir para bordar las telas más preciadas del sultán.

Todas, todas ellas eran rosas del desierto. El sultán las amaba con ternura a la luz del día, y con violencia cuando la luna de plata se reflejaba en los espejos de agua del palacio. El eco de sus gruñidos llegaba hasta los oídos del resto de las mujeres, y éste las hacía sentir tranquilas y seguras. Amadas. Protegidas. Pero sobre todo, veneradas.

Había una en especial que estrujaba su corazón más que todas sus mujeres. Era altiva como ninguna y tenía un pequeño lunar rojo sobre el seno izquierdo, que siempre le sonreía desde su escote. Su rostro afilado y sus cejas perfectamente delineadas enloquecían al sultán hasta el paroxismo.

Esa tarde el sultán tenía urgencia de su carne, de morder, arañar, masticar. Y ella no estaba, así que las pasiones hicieron hervir su sangre y abandonó el harén dando grandes zancadas. Gritó el nombre que sólo él podía pronunciar por todos los jardines, detrás de cada fuente, asomando por cada ventana. Las aves huían de los árboles golpeando las hojas con las alas, y él mismo hubiera querido volar para buscar a aquella que lo tenía sufriendo.

La pasión que él sentía estaba alimentada por un deseo triste de poseerla como no se pueden poseer las cosas perfectas: llenarla por dentro y por fuera, envolverla, convertirla en un dedo de su mano, en un diente, en un ojo, en algo que formara parte intrínseca de él y le ayudara a reconocer el mundo. Pero cuando yacía con ella, le entristecía que no pudiera entenderle, que su rostro permaneciera siempre impávido, que sus ojos profundísimos no dieran señales del menor placer. Entonces se retiraba, abatido, y mientras alguien más en algún cuarto lejano del palacio tocaba algún instrumento musical, él derramaba dos lágrimas que rápidamente se escondían en su barba.

Esa tarde la buscó hasta que los pies dejaron de responderle. Las mujeres ya dormían en sus habitaciones pero ella seguía sin aparecer. Dándose por vencido, decidió ir al harén, esperanzado, esperando encontrar su olor en alguna de esas almohadas que seguramente habrían acariciado sus pies, los de ella, la única. O con suerte, habrían acariciado cualquier otra parte de su cuerpo de la misma manera que sus dedos  lo hicieron alguna vez. La luz de plata entraba por el vitral principal, tiñendo el cuarto de vivos colores.
Ella yacía ahí, durmiendo profundamente. El corazón del sultán dio un brinco, y el ruido casi despierta a la muchacha, quien sólo emitió un gemido muy quedo, y siguió durmiendo. El sultán la miraba extasiado, conteniendo al tigre que le instaba a lanzarse, a devorar sus rincones, a lamer esa piel de desierto nocturno.

Pero en lugar de eso, sólo se agachó, y depositó un suave beso en uno de sus pies. Ella no se inmutó. El sultán salió del cuarto cerrando la cortina tras de sí, dirigiendo sus pasos hacia el cuarto de fumar. Quizá lograra expulsar su deseo en el humo, que siempre huye hacia arriba y desaparece.

Ella mientras tanto soñaba sin darse cuenta de lo que ocurría. En su sueño, el sultán se hincaba ante ella y le besaba los pies con ardor, porque ella era la única mujer, la única dueña de su corazón.

Y mientras dormía, sonrió.