Recuerdo de un trayecto

El último día de nuestro viaje de luna de miel amanecimos en Estambul. Nuestro vuelo salía a las 6 am (Lufthansa siempre me la aplica) por lo que teníamos que estar en el aeropuerto alrededor de las 4, ergo, había que salir muy temprano del hotel. Contratamos un transporte hotel-aeropuerto, una camioneta (la somnolencia no nos dejó verla a detalle, pero creemos que era una sprinter) que pasa por varios hoteles de la zona, recoge a las personas y las lleva al aeropuerto. Calculo que eran pasaditas las 3 am (bueno, es un decir que amanecimos allá) cuando la camioneta llegó por nosotros, y ya traía algo de pasaje. De ahí fuimos a otros dos hoteles, luego a cambiar de chofer y nos enfilamos al aeropuerto. El cielo estaba completamente negro, las luces del puente Gálata jugaban a lo lejos, y nuestro chofer fresco manejaba a velocidades indecibles mientras escuchaba esta canción (favor de poner play y dejarla mientras sigue leyendo el resto del post):

Todos los pasajeros íbamos aterrados sintiendo cómo la fuerza nos jalaba de nuestros asientos, rezando (o maldiciendo) en diferentes idiomas a la vez. Como nadie llevaba cinturón de seguridad, el movimiento de nuestros cuerpos era más violento, así que lo mismo saltábamos en los topes, nos ladeábamos en las curvas o nos embarrábamos en el asiento de enfrente al desacelerar de golpe.
Pero lo que nunca olvidaré son las curvas: casi casi sentías cómo la camioneta se despegaba del piso y se ladeaba peligrosamente, generando un cierto vertiguito que de pronto era peligrosamente agradable. Al ir sentados hasta atrás, y con la camioneta llena, no nos era posible ver la calle por lo que la angustia (y la sorpresa) eran mayores con cada movimiento. El punto es que el recorrido lo hicimos en tiempo record, supongo que por la falta de tráfico pero también por la velocidad (¡tuvo que ser!). Los otrora adormilados pasajeros, ahora llenos de adrenalina, bajamos de la camioneta y tomamos nuestras agitadas (y aplastadas) maletas, enfilándonos hacia adentro del aeropuerto. Había un hombre alemán en la misma fila de de Lufthansa donde nos paramos nosotros, que también había viajado en la camioneta del terror. Nos miró y preguntó si veníamos en ese ride, y dijimos que sí, a lo que contestó: “What a ride! That guy was just fucking insane!”. No pudimos sino asentir.

Macarons (2)

A propósito del post de ayer, me acordé de esta foto (click para verla en grande): macarons en el McCafé de Viena. Sí, macarons en el mcdonalds (buenas con el glamour…)


¿Ven además ese delicioso postre con fresas que está abajo? Viena era así: postres deliciosos hasta en el lugar más charchino. Hermosas confiterías. Dulces por todos lados… *suspiro* en fin.

Yerushalayim shel zahav

“Jerusalem of Gold” es una canción muy hermosa que escuché por primera vez en la interpretación de la hermosísima voz de Ofra Haza, mientras terminaba el día frente al muro de las lamentaciones. Nuestro guía nos explicaba que esa canción había sido esencial para el pueblo judío, que se había convertido en un himno para ellos -y de hecho en algún momento se tuvo la intención de reemplazar el himno oficial con esta canción-. Tiene una historia muy larga que pueden leer por acá. Recuerdo que era una noche fresca y yo miraba hacia el muro, con su respectiva división entre hombres y mujeres, todos orando y colocando papelillos con peticiones entre los huecos de la piedra. A pesar de que no entendía una sola palabra, la canción me estrujaba: hay cosas que aunque no se entiendan, se sienten. Y desde entonces me gusta escucharla de cuando en cuando, además de que ya después pude leer la traducción y en verdad es emotiva. He aquí la canción en voz de Ofra Haza, una joya israelí.


Hace rato, mientras la escuchaba, descubrí una de esas cosas que no puedes creer que no hayas descubierto antes. Vi algo que tuve frente a mi nariz durante aaaaños y jamás me había hecho click. Incluso con el sólo nombre de la cantante pude haberlo sabido. Es más, no tenía ni que conocer “Jerusalem of gold”. Es más, sólo me bastaba haber puesto un poquitito de atención. Me di un zape (imaginario) cuando me cayó el veinte: es Ofra Haza quien hace los coros en “Temple of Love” de Sisters of Mercy.
¡DUH!

De algún viaje en 2005

Tomado de una libreta encontrada por ahí.
“Con los viajes no sé qué me pasa, que durante el trayecto no puedo evitar sentirme tristísima. Será la nostalgia de haber salido de casa, el beso de adiós, el pensar que durante días, algunos, muchos o pocos, estaré lejos de todo lo que conozco. En este momento me encuentro sentada en el área de comidas de un aeropuerto grandísimo. Veo a la gente, toda tan distinta, y me siento perdida en el fin del mundo. Tantos idiomas, tantas maneras de caminar y de vestir.
Cuando miro a la gente, pienso mucho en la fragilidad. En lo frágiles que somos, en la poquísima fuerza que se requiere para que nos rompan el corazón, para que nos atropelle un coche, para que nos hagan llorar. Somos como cascarones de huevo sin relleno, caminando por el aeropuerto, jalando una maleta llena de cosillas varias que por una u otra razón nos resultan necesarias.
Hace rato iba sentado a mi lado un anciano, quizá más viejo que mi abuelo. Su pasaporte decía Italia. Usaba un aparato auditivo en el oído izquierdo. Me enterneció mucho ver su itinerario de vuelo -bastante largo, por cierto- todo escrito con su letra temblorosa pero clara. El aire acondicionado del avión era excesivo, yo me moría de frío y pensaba en el señor de al lado, si acaso él también tendría frío, si no le agobiaba que la azafata no hablara su idioma y además no hiciera nada por darse a entender. En ese momento me dolió su soledad, su fragilidad, la lentitud de sus movimientos largamente meditados, su desesperación al intentar explicar a la mujer afroamericana que revisaba sus pertenencias en el puesto de seguridad que eso era un pote de crema de afeitar y no pensaba abandonarlo.
Luego lo perdí de vista. Me pregunto si estará bien, si no tendrá que esperar mucho a que salga su vuelo a Roma, si no se sentirá solo mientras espera en una silla a que llamen su vuelo.”

shine

Cuando estaba en secundaria, supongo que en segundo o tercero, teníamos que cantar una canción para la clase de inglés. Recuerdo que en la clase de inglés ese año cantamos bastante, en navidad nos hicieron cantar “Frosty the snowman” y en lugar de usar un trineo (que por supuesto, ni teníamos ni conocíamos y ni hablar de la nieve) usamos un carrito de esos rojos con llantas, que se jalan. Fue muy gracioso.
Bueno, esta canción no era para navidad, nos habían asignado no recuerdo cuál pero estábamos teniendo problemas para cantarla. Entonces le dije a la maestra, cual revoltosa siempre he sido, que no nos (me) gustaba la canción, que si podíamos elegir otra. Milagrosamente dijo que sí, recuerdo que Daniela y yo nos pusimos a buscar una que nos gustara, y como nos gustaba coleccionar letras de canciones (antes de que internet las tuviera todas) y apuntarlas en una libreta especialmente designada para eso, pues por ahí teníamos varias opciones. Así que mientras el resto de la secundaria cantó cositas ñoñas, nosotros sacamos de onda al cantar esta.
Era un día muy lindo, estaba nublado, no hacía calor. Yo tenía puesto un pantalón de mezclilla y una camiseta de franela a cuadros. Todos estabamos de pie, acomodados por estatura, sobre el foro de la secu.

El video oficial no se puede postear aquí, pero lo puedes ver acá.

El gran pez sólo sabe comer

Yo casi no como pescado. Además de que no me gusta, desarrollé desde niña un particular desagrado por las espinas del pescado, tanto que en mi adolescencia juré solemnemente no comer más pescado fresco: sólo aceptaría pescado empanizado del de cajita, el de las hamburguesas de mcdonalds o cualquier otro remedo sintético elaborado explícitamente sin espinas. Por supuesto, ni hablar del pescado que todavía tuviera ojos, aletas, piel, o cualquier otra cosa que me remitiera visualmente a su forma original de pez. El departamento de pescadería del supermercado era, por supuesto, todo un show de horror.
Hasta que un buen día, la mamá de mi amiga Gamze me sirvió un pescado, completito, horneado con sal.
El año pasado me quedé una breve temporada en casa de mi amiga en Estambul, y su mamá amablemente nos hacía desayunar, en ocasiones de comer, y de cenar. Cocinaba muy rico la señora, lo que sea de cada quién, pero esto sí que no me lo esperaba -tonta de mí, estando en una ciudad con puerto y con una gran tradición de los pescados y mariscos. Recuerdo que era un pescado especial de la zona, valorado por su sabor y consistencia (¿por qué otra cosa?), ese día mi amiga me dijo en su tierno español “mi mamá hoy cocinará pez”. Si algo me prometí en el viaje -y cada que voy a Estambul- es no dejar de comer nada, menos por algún arraigado y añejo prejuicio. Así que me senté a la mesa, y entonces, el pescado. A un lado, una canasta con mucho pan (rico, crujiente y suave pan). Yo no tenía uta idea de cómo comérmelo, claro, era la primera vez que me encontraba frente a una situación así. De modo que empecé a observar cómo los otros comensales abordaban “el problema”, que para ellos lejos de ser un problema era toda una delicia. Ví entonces que el pescado estaba cortado a lo largo, así que se podía “abrir”. Lo abrí como todos lo hicieron, y con dificultad y un tenedor empecé a tratar de sacar la carne pero las espinas me estaban haciendo el trabajo difícil. Claramente no tenía ni el talento ni la práctica para comerlo evadiendo las espinas, y lo que ocurrió es que todos terminaron de comer menos yo, que tenía como el 50% del alimento todavía enredado en el pescado, mientras los demás ya se chupaban los dedos y tenían una pequeña montañita de espinas a un lado, por no decir que todo el huesito completo -cómo diablos le hicieron, me pregunto. De esas tantas veces en que uno se siente además de tonto, inútil.
Lo peor del caso es que el pescado estaba verdaderamente bueno, no tengo una sola queja sobre eso. Simplemente, es que no sabía cómo comerlo, y me dio tanta tanta tristeza estarme perdiendo de algo o sentirme como una niña de 5 años que no sabe cómo abordar su plato de comida.
Llegó la hora de ponerse de pie, agradecer la cena, y que la madre de mi amiga preguntara que si no me había gustado el pescado, por la cantidad de alimento que todavía estaba en el plato. Mi amiga tradujo, y yo en mi más apenado español le dije que no tenía hambre. Así es, eso le dije… no sé qué mecanismo operó en mi azotado cerebrito, que preferí mentir antes de aceptar mi inutilidad. Recuerdo vagamente haberle explicado después a Gamze que sencillamente era la primera vez que comía pescado así, algo que no pudo creerme, ella que vive en un puerto donde comer ese tipo de platillos era tan común como respirar o nadar -otro talento del que carezco, hecho que también causó su asombro-. Le expliqué de la braveza de nuestras montañas, la resequedad de nuestro desierto, el ritual de la carne asada y la influencia de la comida gringa.
Pero nada, nada me limpió de la conciencia ese vergonzoso momento en el que dije “no tengo hambre” en lugar de decir “perdón, es que no sé comer pescado”.